Trump frente a la realidad
Donald Trump es tozudo. Pero la realidad lo es más. Hasta hace un par de meses, el 2020 le parecía probablemente un buen año para afrontar las presidenciales de noviembre y lograr un segundo mandato. Ahora quizás le parezca un largo vía crucis con triste final. El presidente anda escaso de datos positivos que ofrecer al electorado. En el ámbito sanitario, las cifras son terroríficas. Estados Unidos tiene ya cerca de 900.000 casos positivos de coronavirus, cuatro veces más que España, segundo país del mundo por este concepto. La cifra de muertos por la pandemia en EE.UU. rebasó ayer los 50.000, el doble de los registrados en Italia, segundo país del mundo en esta macabra clasificación. El actual ritmo de expansión de la Covid-19 en EE.UU. no tiene parangón global. Cada día se reportan unos 25.000 nuevos casos.
En el ámbito económico, las noticias no son mejores. La tasa de paro apunta hacia el 20%. Unos 26 millones de trabajadores han solicitado el subsidio de desempleo en las últimas cinco semanas, a una cadencia desconocida desde la Gran Depresión. En menos de la mitad de este periodo –apenas dos semanas– se agotaron los recursos de un billonario plan de ayuda oficial a las pequeñas empresas. Las previsiones actuales indican que el PIB del segundo trimestre va a caer un 40%. A todo ello hay que añadir la crisis sin precedentes del sector petrolero nacional, donde el barril ha llegado a cotizar en términos negativos, poniendo de paso en riesgo la banca con la que tiene contraídas importantes deudas y perfilando una posible dimensión financiera, además de económica, de la crisis sanitaria.
Trump tampoco acierta cuando trata de esperanzar a sus conciudadanos resaltando las virtudes de esta u otra medicación contra la Covid-19. Tras cantar reiteradamente las excelencias del cóctel integrado por hidroxicloroquina y azitromicina, ha tenido que tragarse su prescripción. Un grupo de expertos del Instituto
Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas ha concluido que son más los daños que los beneficios que puede granjear dicho tratamiento. Ayer, Trump sugirió inyecciones con un desinfectante que es tóxico para afrontar la Covid-19. Una congresista demócrata ha amenazado con denunciarle por crímenes contra la humanidad ante el Tribunal de La Haya.
El presidente, que es poco partidario de reconocer sus errores –prefiere cargarlos en cuenta ajena–, decidió que el problema radicaba en una deficiente política comunicativa. Y, acto seguido, tomó la decisión de apartar a portavoces y jefes de prensa y responder en persona a los periodistas que le inquieren en las ruedas de prensa de la Casa Blanca. El resultado son unas comparecencias de duración castrista –hasta dos horas y media– que, al igual que el cóctel de fármacos antes mencionado, producen más daño que beneficio. La popularidad del presidente ha caído en los últimos días. Es todavía notable, puesto que entre el 42% y el 43% de los ciudadanos apoya su gestión. Pero el 53% la desaprueba. Y en las filas republicanas se valora con creciente preocupación el modo en que Trump se exhibe ante la prensa y las posibles consecuencias de tal exhibición. Porque se comporta en ellas de manera errática, incongruente, sin ahorrar falsedades y practicando un injustificado autobombo. Además, suele centrarse mucho en la necesidad de relanzar la economía, intentando acelerar la reapertura de los diferentes estados, y por tanto no demuestra excesiva empatía con los que luchan por su vida en unas UCI atestadas, mientras otros aguardan turno para ocupar plaza en ellas.
El coronavirus es, ciertamente, un muy mal enemigo. Tiene una tremenda capacidad para poner patas arriba las rutinas mundiales, incluyendo en dicho paquete la política interna estadounidense. Pero si al fin afectara negativamente a la carrera de Trump y frustrara sus ansias de reelección, habría que reconocerle al propio presidente que hizo todos los esfuerzos posibles para contribuir a esa hipotética derrota.
El coronavirus ha trastocado los planes del presidente, pero él está siendo su peor enemigo