La Vanguardia

El miedo nunca conquistó derechos

- Jordi Évole

Hace días que vuelve a casa, pero no cuenta mucho del trabajo. O casi nada. No lesale. Está agotada y triste. No la conozco personalme­nte. Hablo con ella por videollama­da, que es la manera que he tenido de ver el mundo durante estas seis semanas interminab­les. Es curioso porque a pesar de la lejanía con la persona con la que hablo, el nivel de intimidad que se alcanza es enorme. Misterios de la comunicaci­ón.

Tiene una de las miradas más limpias que recuerdo. Pero ella opta por evitar que la crucemos, como si no quisiera que la vieran. No sé si es timidez. O nerviosism­o. O una forma de reprimir las lágrimas, algo que consigue perdiendo su mirada en el techo.

Lleva más de treinta años trabajando en residencia­s de ancianos. Es una veterana. Y le ha tocado estar en la zona cero de la pandemia. En su residencia vivían 140 ancianos. No quiere decirnos el número de los que ya no están. Pero se intuye que faltan muchos. Esta mañana se fue otro. Cuenta que ya no hay risas ni jaleo. Sólo silencio, cuando en la residencia siempre había bullicio. Y ese silencio la estremece. Tiene la sensación de trabajar en otro sitio. Porque igual ya es otro sitio.

Las primeras muertes ni se achacaron al coronaviru­s. Se relacionab­an con patologías previas de los ancianos. Hasta que la cosa fue insostenib­le. Porque un día morían tres. Y al día siguiente otros tres. Aunque tampoco podían confirmarl­o porque los primeros test no les llegaron hasta hace poco más de una semana. “Nadie está preparado para algo así. Ver morir a alguien con quien has estado conviviend­o diez años… está siendo tremendo” .

El centro en el que trabaja Ana es público de gestión privada. Ella no entiende que haya servicios públicos que se conviertan en negocios. “Las empresas buscan beneficios. Y cuando buscas beneficios y no sólo el bienestar de los residentes, está claro que vas a recortar por algún sitio. Piensan en el beneficio de algunos en vez de en el beneficio de las personas mayores”. Las administra­ciones lo saben, pero algunas fomentan ese sistema.

Ella sufre los recortes. Cuando sale del trabajo, agotada y con la sensación de no haberlo hecho como se debería hacer. Cuando no puede atender correctame­nte, porque le dicen que en diez minutos tiene que bañar a una persona, y vestirla, hidratarla, peinarla. Y es imposible. Y tiene que correr, porque hay más personas esperándol­a para ser atendidas.

Trabaja 35 horas semanales. Y el salario no llega a 1.000 euros. Si trabaja un domingo, 18 euros más. El día de Navidad, 33. Hay compañeras que tienen que trabajar en dos sitios a pesar de lo dura que es su profesión. Por la mañana en una residencia y por la tarde o la noche en otra.

Pero describe su trabajo como algo precioso. “Es de los trabajos más bonitos. Sin duda. Un trabajo socialment­e infravalor­ado. Económicam­ente infravalor­ado. Pero es un trabajo maravillos­o. El poder compartir, el poder dar cariño a esas personas. Hay gente que no tiene familia, o no vienen a verlos. Poder cuidarles y reírnos con ellos es un regalo”.

Ana está cansada de que ahora les llamen héroes. “Odio lo de héroes o heroínas, no lo

Ana lleva más de treinta

años trabajando en residencia­s; está cansada de que ahora les llamen héroes

somos. Simplement­e, ahora que el país está parado, somos fundamenta­les. Y tenemos que estar ahí, al pie del cañón. Pero no por ello tengo que considerar­me una heroína, para nada”. Más que heroicidad­es, Ana reclama dignidad para su profesión. “La dignidad de nuestra profesión conlleva la dignidad de la vida de nuestros mayores”.

A mí me sorprende que lo cuente con tanta rotundidad, sin miedo a represalia­s en su empresa. “No vale el miedo. Es mi máxima, con el miedo no vamos a ningún sitio. Tenemos que seguir luchando por su bienestar y por el nuestro. Claro que lo cuento, lo contaré siempre. Porque el miedo nunca conquistó derechos”.

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MARTÍN TOGNOLA
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