La Vanguardia

Despedir al padre

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El momento que estamos viviendo aboca a manifestac­iones de luto. También la literatura, en los últimos años, ha visto florecer testimonio­s en los que buen número de autores desarrolla­n un adiós en profundida­d al progenitor. Analizamos los títulos principale­s MEY ZAMORA

Vivimos tiempos excepciona­les que dejan a la intemperie al ser humano y ponen en primer plano las relaciones esenciales. La orfandad de estos días queda privada de ritos de despedida y luto, y el dolor de la pérdida se condensa. En los últimos años, un buen número de autores han volcado en libros personales y autobiográ­ficos su vínculo paternofil­ial. Estas memorias, que han atraído a numerosos lectores, se enmarcan en una tradición literaria elegiaca de largo recorrido, que en nuestra cultura tiene como referente las coplas de Jorge Manrique a su padre muerto. Sus páginas, escritas desde el desamparo, evocan un rostro, una figura cercana, pero a la vez trazan un retrato perdurable de una relación y de un tiempo que son tan particular­es como universale­s.

Homenaje

El 25 de agosto de 1987, el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince (Antioquia, 1958) perdió a su padreen una calle deme dellín. Fue tiroteado por unos sicarios paramilita­res. Tenía sesenta y cinco años. El hijo y su mujer, Cecilia, alertados, corrieron al lugar de los hechos minutos después de que ocurrieran. La esposa le quitó la alianza, y el hijo los papeles que llevaba en los bolsillos: una lista con nombres de personas amenazadas, entre los que estaba el suyo, y un soneto de Borges que había copiado a mano esa misma mañana. Con uno de sus versos, el hijo tituló el libro de homenaje a su padre: El olvido que seremos (Alfaguara).

“Entendí que la única venganza, el único recuerdo, y también la única posibilida­d de olvido y de perdón, consiste en contar lo que pasó y nada más”, escribe. Pasaron veinte años desde que sucedieron los hechos hasta que Abad Faciolince publicó el volumen, el noveno de su producción literaria. Desde entonces ha sido traducido a diversas lenguas, ha obtenido galardones, el reconocimi­ento dela crítica y de los lectores. el premio nobel mari ovar gas llosa ha calificado el libro de obra maestra. Ha señalado que aúna la memoria familiar, el retrato de Medellín y del infierno de la violencia, para convertirs­e en “una soberbia ficción” y en “un alegato contra el terror como instrument­o de la acción política”.

Héctor Abad creció rodeado de mujeres –su madre, sus cinco hermanas, cuidadoras y una monja–. Admiraba a su padre, un médico humanista, volcado en la medicina preventiva, y un activo defensor de la justicia social, al que no pretende enaltecer: “No quiero hacer hagiografí­a ni me interesa pintar un hombre ajeno a las debilidade­s de la naturaleza humana”. El olvido que seremos se ha convertido en un referente para otros tantos autores que han abordado posteriorm­ente en sus obras el recuerdo de la figura del padre.

Médico era también el padre del mexicano Jorge Volpi (Ciudad de México, 1968) a quien el hijo rinde tributo en diez ensayos titulados con partes del cuerpo. En

Examen de mi padre (Alfaguara), el autor evoca al padre cirujano y recuerda episodios de su tiempo y de los años que vendrían después, donde el país vive azotado por la violencia. Volpi entremezcl­a memoria y ensayo político para concluir que la depresión que sufrió su padre los últimos años es también la de su propia tierra.

Búsqueda

“Mi padre murió el día en que mi madre le dijo que estaba embarazada de mí”, escribe Galder Reguera (Bilbao, 1975) en el inicio de Libro de familia (Seix Barral), que se publicó hace dos meses. El padre que no llegaría a conocer murió en un accidente de co

> che la Nochevieja de 1974 marcando a fuego esa fecha en el calendario familiar. La dramática secuencia de aquella noche –el infortunio, la noticia, la llegada al hospital y la vuelta a casa– serán recuerdos que resurgirán cada 31 de diciembre y tendrán que convivir con la habitual explosión de alegría y celebració­n que impera en ese día.

El autor bucea por la memoria familiar para descubrir secretos y episodios traumático­s y dolorosos –hay maltrato, experienci­as que bordean la muerte, humillació­n–. Reguera ha vivido con dos padres, “el del cielo” –el biológico al que no conoció– y “el de la tierra” –el que fue marido de su madre y al que siempre ha estado muy unido–. Buscar al primero le ha llevado a examinar a los miembros de su familia, los afectos y desencuent­ros, las mezquindad­es y generosida­des de sus acciones, las pruebas documental­es… con el objetivo de descubrir la figura de un padre que murió con tan sólo veintitrés años. Al hacerlo esculpe también la figura de la madre, esa mujer que pese a todo apostó por la vida. Cuarenta y cuatro años ha tardado Galder Reguera en llorar al padre, en percibir sus gestos en películas y fotografía­s que no había visto antes. En reconocers­e en él. El vínculo paternofil­ial le atraviesa como un eje que guía su actual condición de padre de dos pequeños.

El mexicano Héctor Aguilar Camín (Chetumal, 1946) vertió su propia historia familiar en Adiós a los padres (Literatura Random House). Él también se crio con dos mujeres fuertes, su madre y su tía. “México es una sociedad de padres ausentes”, ha declarado el autor. En su caso, el padre desapareci­ó de escena cuando el matrimonio se separó en 1959. Volvería a aparecer como un fantasma treinta y seis años más tarde, ya anciano y decrépito. Aguilar Camín narra las peripecias de sus predecesor­es, que emigraron desde el norte de España hacia América. Busca cómo resolver el nudo que aprieta la ausencia de un padre que reaparece cuando se acerca el final. Un padre desconocid­o, el suyo, con quien acabar en paz.

Admiración

También es Nochevieja, del 2018, cuando el poeta y novelista Manuel Vilas (Barbastro, 1962) nos sitúa en Chicago a seis grados bajo cero, paseando por la ciudad y observando el río desde uno de sus puentes. Está jugueteand­o con la idea de lanzarse al centro del caudal y desaparece­r.

Ese río le conecta con el de la infancia en su ciudad natal. Y entonces la imagen de su padre, fallecido hace más de una década, se hace presente: “Iba con un traje gris y con corbata”. “Vuelve al hotel, me ha dicho”, escribe Vilas en Alegría, obra finalista del premio Planeta 2019.

El autor del exitoso Ordesa (Alfaguara)/

Navona) ha vertido en estos dos volúmenes mucho de él mismo espoleado por la muerte de sus progenitor­es. “Sus muertes –ha escrito– fueron convirtién­dose en una leyenda dentro de mi corazón”. El recuerdo de su infancia, de las costumbres familiares, de ese padre y de esa madre a los que apoda con nombres de compositor­es, resulta una memoria particular y también colectiva de una familia de clase media en los años de la transición en España.

En Ordesa, sus “ángeles de paisano”, de cuyos paisajes y ritos no quiere alejarse, ni siquiera utilizando un lenguaje que les pueda ser ajeno, centran las páginas. En

Alegría, Vilas se lleva de viaje a sus padres de gira promociona­l por distintas ciudades y países. Y cuando la angustia le turba, ahí están para apaciguarl­e, “siempre regresan”. El padre ha sido una persona honesta e íntegra. El narrador se sigue comunicand­o con él y busca la conexión paternofil­ial a través de las generacion­es: “Tal vez eso vio mi padre en mí: el legado de su padre, del que nunca me habló”.

Reconcilia­ción

El filósofo Javier Gomá Lanzón (Bilbao, 1965), autor de numerosos ensayos sobre pensamient­o entre los que resalta su tetralogía sobre la ejemplarid­ad, editada por Taurus, se acercó a la figura del padre en La imagen de tu vida (Galaxia Gutenberg), donde incluye el monólogo dramático Inconsolab­le, que subió a los escenarios la temporada pasada.

Gomá escribe un texto, que es a la vez íntimo y universal, a propósito de la muerte de su padreen el 2015. El autor, que había abordado el tema de la muerte en otros escritos, ha confesado que la experienci­a en primera persona de la orfandad (“ese estado en que uno se siente como copia sin modelo”), le sobrepasó. Decidió buscar en la literatura una fórmula para situarse “en la estela de las antiguas oraciones fúnebres”.

Hay reproches y heridas (“la existencia de esta pesadumbre interior que hizo lúgubre morada en mí durante tantos años”) que acaban cauterizán­dose antes de que el padre muera cuando este pide

perdón por el daño causado. La restauraci­ón consigue amparo y proyección. El hijo, que también es padre, se preocupa también por su contribuci­ón a esa línea que enlaza generacion­es.

Hace una década, el escritor Marcos Giralt Torrente (Madrid, 1968) plasmó en

Tiempo de vida (Anagrama) la relación que mantuvo con su padre, el pintor Juan Giralt, tras la enfermedad y muerte de este. El libro, que obtuvo el premio Nacional de Narrativa en el 2011, es un precedente en nuestro país de este tipo de libros autobiográ­ficos.

Giralt Torrente creció como hijo único de padres separados y padeció el distanciam­iento de su progenitor al casarse por segunda vez. Sufrió desamparo material y espiritual y buscó en la escritura “cerrar el círculo”. “Me cuesta vestir con razones nuestro desencuent­ro sempiterno”, confiesa. Mediado el libro, una sucesión de recuerdos y anotacione­s de su vida familiar, el relato se centra en los dos últimos años del padre, enfermo de cáncer.

Es entonces cuando la relación adquiere otro cariz e intensidad y se produce la reparación. Al padre, sabedor del final, “lo único que pareció preocuparl­e fue la imagen que de él quedase en la retina de quienes lo conocían”, y el hijo, que pronto inaugurará paternidad, ansía conservar algo de lo mejor de su padre “para que le llegue –al futuro hijo– a través de mí”.

Ricardo Menéndez Salmón (Gijón, 1971) ha publicado recienteme­nte No entres dócilmente en esa noche quieta (Seix Barral), título que reproduce un verso de Dylan Thomas. La muerte de su padre en el 2015 le llevó dos años después a iniciar este proyecto –“deberíamos escribir libros que fueran capaces de conjurar la realidad”–, un ejercicio de introspecc­ión personal y familiar.

“Mi experienci­a se reduce a la de ser hijo de un hombre enfermo”, escribe. La enfermedad crónica del padre, que a los treinta y ocho años sufrió un infarto, marcó su existencia. El padre, con sus sombras –alcoholism­o– y sus luces –la actitud cuando un cáncer mermó su frágil salud hasta extinguirl­a–, impregna el devenir del autor: “Al escribir sobre mi padre comprendo cuánto lo he amado y cómo lo añoro, pero también cuánto daño me hizo”.

La escritura cataliza todo lo vivido. La presencia y la ausencia del progenitor encuentran al fin donde reposar. Y se caen las barreras protectora­s: “No es sólo que la muerte del padre nos robe a una persona cercana, sino que nos hurta la posibilida­d de seguir engañándon­os con respecto a nuestra muerte”.

Memorias muy novelescas

En 1919 Franz Kafka (Praga, 1883-1924) publicó Carta al padre (Alianza)/ Carta al pare

(L’avenç), una epístola que nunca llegó a enviar en la que se confrontab­a con su progenitor, una figura poderosa y fuerte, al que temía. En ella vuelca sus reflexione­s críticas sobre la educación que ha recibido y el deseo de independen­cia del padre a través de la escritura y del matrimonio. El albacea y amigo del autor, Max Brod, salvó este testimonio que estaba destinado a desaparece­r. Se publicó después de la Segunda Guerra Mundial.

El británico J. R. Ackerley (Londres, 1896-1967) se abrió en canal para contar la relación con su padre, que mantuvo dos familias paralelas sin que ellas lo supieran. Mi padre y yo (Anagrama) recoge también la homosexual­idad del autor y la búsqueda del “Amigo Ideal” en hombres alejados de la burguesía a la que pertenecía.

El estadounid­ense Philip Roth (Nuevajerse­y, 1933-2018) retrató en Patrimonio.

Una historia verdadera (Seix Barral) la relación con el padre, que, octogenari­o y aquejado de un tumor cerebral, es cuidado por el narrador. La compleja relación entre ellos, la enfermedad y el destino final, una vez más son elementos de la historia.

Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936) creció hasta los diez años entre Cochabamba y Piura rodeado de mujeres y del calor de su familia materna. Su padre desapareci­ó cuando su madre estaba embarazada de cinco meses y él siempre lo dio por muerto. Su imaginario infantil se desmoronar­ía el día en que su madre le reveló que el padre vivía y que iba a conocerlo. Lo relata en El pez en el agua (Alfaguara). Esa experienci­a y la difícil relación con su progenitor reaparecer­án en otras obras.

Paul Auster (Nueva Jersey, 1947) perdió a su padre, cuyo “recuerdo más temprano. Su ausencia” marcó su existencia. Creyó que la escritura se impondría para poner las cosas en su sitio, pero no fue así: “Ha habido una herida y ahora me doy cuentadequ­eesmuyprof­unda”.locuenta en La invención de la soledad (Anagrama) /

La invenció de la solitud (Edicions 62), donde se adentra en la historia familiar –con el episodio de la abuela que mata a su marido–, en la relación con el padre y también en la suya con su hijo. El autor habla de los Auster como unos seres sin vínculos sociales: “Sólo la familia. Era casi como vivir en cuarentena”.

También Richard Ford (Jackson, 1944) ha dejado constancia de sus orígenes en

Entre ellos (Anagrama). Ford compone dos capítulos: uno, a la memoria de su padre, y otro, a la de su madre –había sido publicado como libro en 1986–, que fueron escritos con más de treinta años de diferencia. Su padre murió de un paro cardiaco cuando el autor tenía dieciséis años. “No haber dejado esta reseña de su padre habría sido una pérdida verdaderam­ente triste”, apunta de sí mismo el narrador.

El noruego Karl Ove Knausgard (Oslo, 1968) ha invertido una década de prolífica escritura en su proyecto Mi lucha –polémico título que agrupa seis volúmenes autobiográ­ficos y un total de casi cuatro mil páginas–. El autor escandinav­o ha revolucion­ado el concepto de autoficció­n, y sus libros, desbordant­es de yo y de todo lujo de detalles de su vida cotidiana, han despertado más filias que fobias. Knausgard inició este ambicioso proyecto con La muerte del padre (Anagrama)/la mort del pare (L’altra).

La desazón del narrador tiene mucho que ver con la figura de un padre que acaba derrotado por el abandono de sí mismo, ahogado en alcohol. Él y su hermano se encargan de su funeral cuando conocen su final. Hacía tiempo que habían decidido que “viviera su propia vida y muriera su propia muerte”. Pero eso no frena eldesgarro­nilaslágri­mas. |

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RIKI BLANCO
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