La Vanguardia

El Bucarest alucinado de Cartarescu

Encuentro con Mircea Cartarescu

- ANTONIO ITURBE

La publicació­n de El cuerpo (Impediment­a), segunda

parte de la asombrosa trilogía Cegador de Mircea Cartarescu, nos animó a viajar a Bucarest el 7 de marzo, justo al filo del sellado de fronteras. La capital rumana resulta en sus páginas un paisaje sonámbulo donde la realidad se despliega como las alas de una mariposa Mircea Cartarescu es uno de los escritores más singulares de nuestro tiempo, y podemos adentrarno­s en sus complejas catedrales de texto gracias también al trabajo extraordin­ario de sus traductora­s: Míriam Ochoa de Eribe en castellano, y Antònia Escandell y Xavier Montoliu, en catalán (la versión catalana de El cuerpo la publicará Edicions del Periscopi en verano).

En la trilogía Cegador, que junto a Solenoide conforma el núcleo duro de su obra, los recuerdos de su infancia y juventud funden lo visto, lo intuido y lo soñado en una lectura hipnótica que nos lleva a una realidad aumentada, distorsion­ada, grotesca y subterráne­a que resulta más verdadera que la mustia realidad amputada que nos sirven nuestros torpes cinco sentidos. Y el escenario orgánico donde todo sucede es Bucarest, una ciudad convertida por su mirada febril en un laberinto orgánico.

Antes de que el mundo se cerrara como el capullo de una flor en peligro, un pequeño avión de la compañía Tarom me depositó en la capital de Rumanía, una ciudad donde conviven edificios ultramoder­nos con los bloques grises de los años del comunismo, edificios suntuosos pulcrament­e rehabilita­dos de la época imperial que tienen como vecinas a casas medio en ruinas con patios llenos de chatarra, los coches aparcan en las aceras de manera caótica y la gente compra flores de manera compulsiva.

Mircea Cartarescu me espera en la avenida Stefan Cel Mare, donde el narrador de la trilogía Cegador abarca con su mirada obsesiva la ciudad entera desde el ventanal del quinto piso donde vive con sus padres. Nos adentramos en el callejón que separa la Jefatura de Policía de los bloques donde vivía y me muestra un edificio gris en la trasera de la comisaría, sin las fantasías de la fachada: “Pertenecía a la policía secreta. De niño escuchaba los gritos de la gente que era torturada”. En mitad del oscuro pasaje tapizado de excreaspir­a mentos de paloma entre los edificios y la comisaría, nos detenemos debajo del lóbrego patio de luces que se eleva como una chimenea cuadrada y allá arriba, en un rectángulo que parece una claraboya, se puede ver un fragmento de cielo azul. Cartarescu levanta la vista y se queda absorto por el paso de las nubes. “Aquí me asomé muchas veces”.

Sus padres vivían en un bloque contiguo. Su madre todavía conserva el piso de la infancia, aunque ahora vive en las afueras, cerca de él. Su trilogía Cegador también es una homenaje a su madre, Maria, que quiso ser maestra, pero no pudo ser. En El cuerpo ellatejeun­asalfombra­senlas que el hilo va trazando en el estampado asombrosas geografías del conocimien­to y visiones del futuro que, con ese sentido del humor metafísico de Cartarescu, hacen que los paranoicos agentes de la Securitate piensen que es una espía. Cuando le pregunto por su madre, se ruboriza como un niño. “Mi madre sigue siendo una deidad de mi vida. Ahora tiene noventa años y seguimos muy cercanos. En todos mis libros ella es quizá el único personaje luminoso”.

El parque del Circo

A la entrada del bloque, la portera enseguida reconoce a Cartarescu. Él la trata con una gran deferencia y afecto, incluso cuando la mujer empieza a ponerse quisquillo­sa e imponer su autoridad censora al ver la cámara de fotos. Hay una especie de conjura internacio­nal de los conserjes, dispuestos a ejercer su pequeño poder obstinadam­ente.

Nos introducim­os en un ascensor que parece el ataúd metálico del conde Drácula y ascendemos hacia la terraza donde jugaba de niño. Cartarescu señala a lo lejos el bloque descomunal de la Casa del Pueblo, el mayor edificio administra­tivo civil del mundo, con 1.100 habitacion­es, resultado del desvarío megalomani­aco del dictador comunista Ceaucescu, y al lado, la controvert­ida catedral en construcci­ón que, para no perder las viejas costumbres, a ser la mayor iglesia ortodoxa del mundo. “Un innecesari­o gesto de orgullo”. Escribe en Solenoide: “Pasé mi infancia en el parque del Circo y, más adelante, en la adolescenc­ia, volvía con frecuencia a aquel parque amodorrado bajo el sol para sumergirme en su corazón de sombra y brillo, en su lago lleno de aneas sobre el que se inclinan eternament­e los sauces llorones”. Caminamos hasta el Parcul Circului.

En El cuerpo relata una de las noches más extrañas de su vida, al ser llamado al escenario por un contorsion­ista e hipnotizad­or que se hace llamar el Hombre Serpiente. Explica que “los hijos de la gente del circo asistían a mi escuela, a cien metros de aquí, y los veías a la hora del patio haciendo volteretas o caminando a cuatro manos. Salías y encontraba­s paseando por la avenida enanos risueños. El mundo era grotesco y asombroso”.

Más allá de la carpa fija del circo municipal, el parque despliega una estampa bucólica, y recorremos el sendero que lleva hasta el apacible lago. Digo que es un lugar idílico, pero me advierte que “aquí han muerto ahogados muchos niños. La vegetación del fondo atrapaba sus piernas y los atraía hacia el fondo. Es un lugar misterioso”.

Y es cierto que las aguas opacas del lago parecen inofensiva­s, pero ocultan su mundo sumergido. Le pregunto por la im

portancia de lo subterráne­o: “La vida subterráne­a está dentro de mi propia mente, un subconscie­nte lleno de laberintos. Y es el lugar donde prefiero vivir. Desde ese punto de vista nunca me he considerad­o un novelista sino un poeta. Mi vida literariat­ienequever­conmiserin­terior.esuna excavación que va hasta el fondo de mí mismo para encontrarm­e conmigo mismo. Nunca he hecho diferencia­ción entre afuera y adentro”.

Tras la comida en el restaurant­e Caru cu Bere, donde se reunía la intelectua­lidad bucarestin­a, caminamos hasta la librería Humanitas. Tiene una zona de café luminosa, y allí Cartarescu, con una amabilidad incansable, responde a mi curiosidad por esa forma suya de escritura sin corregir, como si las palabras brotaran de una fuente subterráne­a que ni él mismo conoce. “Cuando escribo lo hago en un estado de trance. No tengo un plan previo a la hora de escribir, escribo sin borrador, a la primera”.

En el festival MOT de Olot me contó que nunca pensaba en la escritura cuando no estaba delante de la mesa en la que escribe. ¿Cómo es posible que no tenga un eco en su vida cotidiana? “Es mi forma de tener una doble personalid­ad. No quiero mezclar mi vida con el hecho de escribir, son universos separados el hombre que escribe y el hombre que vive. Soy escritor sólo cuando escribo, después soy el hombre más común de la Tierra. Cuando escribo, otra persona se calza mi piel, se mete dentro de mí y me posee. Es un animal que se apodera de mí y no tiene límite y siente que puede hacer todo lo que quiera. Yo soy una persona más suave, más calmada, pero el animal que escribe es salvaje”.

Estamos a primeros de marzo, y me despido de Cartarescu en el metro, el escritor más complejo del mundo y la persona más sencilla del mundo. Lo veo alejarse en un vagón donde es el único pasajero hasta ser succionado por los túneles de Bucarest, donde él encuentra la luz en mediodelao­scuridad.

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