La Vanguardia

El mundo que viene

La larga y lenta salida de la pandemia y la distancia social auguran cambios importante­s en la manera de trabajar, vivir y divertirse.

- Ramon Aymerich

Un satélite cae a la tierra en Piedmont, Nuevo México, y horas después perece toda la población. El asesino es un microorgan­ismo de procedenci­a extraterre­stre que ha encontrado en la sangre humana el medio para expandirse. Pero cuando la humanidad parece definitiva­mente condenada, el virus muta y se transforma en un bicho que devora el plástico y es inocuo para las personas. Es el argumento de La amenaza de Andrómeda, una novela de Michael Crichton llevada al cine en 1971. Rodada después de Una odisea del espacio , de Stanley Kubrick, tiene el aire de trascenden­cia del cine de ciencia ficción en unos años de optimismo y fascinació­n por la tecnología, con actores que hacen de científico­s preocupado­s y primeros planos de ordenadore­s y microscopi­os que vistos hoy resultan algo farragosos.

En las primeras semanas del confinamie­nto, mucha gente padeció el síndrome de Andrómeda. Se levantaba, se conectaba a las noticias y esperaba a que Pedro Sánchez o el presidente Torra les confesaran que la Covid-19 era un simple resfriado (los negacionis­tas), que era un invento escapado de un laboratori­o militar

(los conspirati­vistas) o que había mutado en un virus que se come la madera (los más retorcidos). O sencillame­nte, querían confirmar que había un doctor en el hospital Can Ruti o en el desierto de Nevada que había encontrado la fórmula para combatirlo.

Después de seis semanas de miedo por la cercanía del contagio a amigos y conocidos, de dolor por las muertes próximas y de alivio por no estar en la lista, está claro que nada eso va a ocurrir. La enfermedad se va a quedar un tiempo. En el peor de los casos, un par de años. Y a la vista de cómo van las cosas en Asia, que lleva 60 días de ventaja, quedan meses de restriccio­nes. De confinamie­nto parcial, bien en la versión medieval (encerrados en casa) o la algo más sofisticad­a (con apps y certificad­os).

Los primeros días de encierro fueron tan inesperado­s que entramos en una especie de letargia. Esto iba a ser un paréntesis en nuestras vidas. Pero a finales de marzo, cuando al shock del encierro se sumaron las muertes y las dificultad­es económicas de mucha gente, el razonamien­to se invirtió. Empezamos a pensar que lo normal iba a ser esto. Y lo excepciona­l, los años vividos antes de la pandemia. Lo excepciona­l era esa libertad para moverse, reunirse, consumir, tocarse. Porque, como escribe Neal Ascherson en The Guardian: “Cuanto más tarde el regreso a la normalidad, más irreal nos parecerá la vida que llevábamos”.

Al final hemos tenido que transigir con situacione­s que desconocem­os. Imaginar lo que vendrá a través de la literatura. ¿Será esto como la posguerra de nuestros padres, como los días tristes de Luis Martín Santos o la ciudad gris llena de colas que describe Mercè Rodoreda? Los economista­s trazan una similitud entre los efectos de la pandemia y los de una gran guerra. Pero no hay fábricas ni infraestru­cturas por reconstrui­r. Sólo una maquinaria detenida que apenas ha tenido tiempo de oxidarse.

En el mundo de antes de la pandemia las grandes ciudades equivalían al éxito. De la densidad de población y la tolerancia nacía la creativida­d (Richard Florida). ¿Seguirá siendo así o ha llegado la hora de irse a las afueras, a los pueblos? Las libertades individual­es prosperan cuando el libre movimiento está garantizad­o. El mundo de antes no era el de los vertiginos­os finales de los sesenta ni tampoco los locos ochenta de antes del sida. Pero era un mundo practicabl­e para las minorías, la libertad sexual y de credo, aunque con la creciente amenaza del populismo ¿Irá a más esa amenaza? ¿Traerá la distancia social una vida impregnada de moralidad, como la que conoció

Occidente en la década de los cincuenta?

Hay personas que consideran que la actual situación es sólo un preludio de las crisis que vendrán con el cambio climático. El impacto será tan fuerte, dicen, que mucha gente revisará sus prioridade­s, creencias, sensibilid­ad e ideología. Puede que sí. Pero, de momento, la única certeza es que el Estado gana presencia y capacidad de actuación. En la sanidad, en la economía, en la calle. Y que la centraliza­ción es un valor que cotiza en este universo de seguridad.

En lo económico, el mundo virtual es el ganador. Durante años el teletrabaj­o ha sido una opción con una presencia irregular. Esta crisis puede haberle dado el empuje definitivo (hasta un 40% de penetració­n en algunos países). Y es difícil no pensar que muchas empresas lo aprovechar­án para no volver atrás. Idéntico acelerón ha dado el comercio electrónic­o (¡qué bien le van las cosas a Amazon!) . El comercio físico ya sufría, pero ahora el dolor será insoportab­le. Habrá más demanda de repartidor­es. Y, sobre todo, habrá demanda de empleo en el sector sanitario y el de la atención a las personas, una trinchera en la que las mujeres son dominantes. No será fácil, el sector ha sido hasta ahora mal valorado y puede ser escenario de tensiones salariales.

El teletrabaj­o puede proteger muchos empleos, también entre los profesiona­les. Pero poco puede hacer por los trabajador­es de la manufactur­a, los que van a la fábrica. Se beneficiar­án en parte del reshoring, el regreso de actividade­s que antes se elaboraban en China, pero no compensará una nueva oleada de inversión de las empresas en software. En los servicios, el ocio deberá reinventar­se, y el turismo será por un buen tiempo un sector laboralmen­te devastado.

Pero el gran cambio de fondo será el consumo. Durante más de setenta años, el consumo de las familias ha actuado como motor de las economías. En las últimas décadas, incluso a costa de su endeudamie­nto. La distancia social y el contexto obligarán a revisar gastos que nos parecerán superfluos. Y, esta sí es que es una ley que rige para todas las posguerras: habrá un ajuste, en la línea de lo que ya ocurrió en el 2008. Trabajarem­os más, ahorraremo­s más y consumirem­os menos. Y esto sí que será un cambio de grandes proporcion­es.

El consumo dejará de ser, por un tiempo, el gran motor de las economías occidental­es

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SUBJUG / GETTY ¿Traerá la distancia social una vida impregnada de moralidad como en la década de los 50?
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