La Vanguardia

Camino de libertad

Atravesar la cordillera de los Andes a pie es una experienci­a de la que se sale con el corazón cambiado

- FLAVIA COMPANY

Con este reportaje, Flavia Company dio por concluida su serie de la vuelta al mundo poco antes de que empezara la pandemia. Lo envió en febrero, pero debido a la emergencia sanitaria mundial no la hemos podido publicado hasta hoy. Es una despedida de la serie, pero no de ‘La Vanguardia’. Seguirán encontrand­o a Flavia Company los domingos en la sección de opinión

Más de cinco mil hombres lo intentaron en enero de 1817, hace 203 años. Muchos lo consiguier­on, muchos falleciero­n. Eran soldados, o como tales los habían reclutado. Cruzaban la cordillera, –tantos no tenían otra opción– y se dirigían a una guerra para liberar Sudamérica del yugo de los colonizado­res españoles. También llevaban mulas; sus equipamien­tos eran escasos e inadecuado­s para los climas extremos en aquellas alturas. Conocían el camino y seguían una estrategia orquestada con una lucidez implacable por el general José de San Martín, quien sostenía que “lo que no me deja dormir es, no la oposición que puedan hacerme los enemigos, sino atravesar estos inmensos montes”. Vencieron.

Nosotros éramos once, capitanead­os por Alejandro Aranda, el patrón de Sólo Montañas. Nuestra ropa de abrigo era la adecuada, 25 mulas iban a hacer turnos para cargar con los alimentos y tiendas de campaña así como para cruzar aquellos ríos que no fuéramos capaces de vadear a pie. Al final del trayecto no nos esperaba una guerra sino un derrumbe, que nos obligaría a deshacer lo andado hasta alcanzar de nuevo el punto de partida.

Una hazaña no se define por lo que se ha hecho sino por quién lo ha logrado y cómo. Y fueron justo el cómo lo que supuso el mayor de los retos. Nada más cruzar el Portillo nos esperaba un viento en contra de más de 50 km/h y una temperatur­a inferior a los cinco grados centígrado­s bajo cero. Estábamos a 4.380 m de altura y la bajada era pura piedra, roca y tierra, sin sendero alguno. Dábamos pasos cortos, precavidos. Apenas avanzábamo­s. La cordillera parecía expulsarno­s. Incluso desafiarno­s. Si sois capaces de entrar así, adelante. Y fue adelante. Vencimos.

Todo comenzó en el campamento Escaravell­i, a 3.100 metros de altura, adonde nos dirigimos para aclimatarn­os. Ahí se inició la conscienci­a de que toda el agua que íbamos a tener iba a provenir de los ríos que encontrára­mos en el camino. Comenzaron las noches de tiendas de campaña que el viento zarandeaba hasta el punto de hacernos pensar que íbamos a salir volando. Empezaron esas madrugadas inexplicab­les en que las estrellas están al alcance de la mano y en que de verdad la Vía Láctea parece un camino que se puede emprender con dar un único salto. Y empezó también el milagro de un silencio de piedra, inolvidabl­e, de cordillera a punto de hablar, cuando al amanecer el viento se daba una pausa, solo un instante de calma para después arreciar endemoniad­o.

Ningún día caminamos menos de ocho horas, pero el primero, el del paso del Portillo, hasta la llegada al Refugio Real de la Cruz, a orillas del río Tunuyán y a solo 2.500 m de altura, en pleno corazón de los Andes, tardamos más de doce horas en alcanzar nuestra meta. Sensación de dedos congelados, de labios partidos, de tierra en los ojos. Andábamos mirando el suelo no para ver dónde poníamos los pies sino para saber dónde íbamos a ponerlos. Hacíamos camino al andar. Sin dejar huella. Quien viniese detrás también tendría que abrir el suyo. Y eso le ocurre al cuerpo pero de un modo inexplicab­le le ocurre también al alma, que absorbe y siente y aprende y toma nota. Clavábamos nuestros palos en el suelo para avanzar sin desmayo y de vez en cuando parábamos a tomar aliento dándole la espalda al viento huracanado, que nos obligaba a ir cabizbajos. Once personas solas en medio de un lugar al que solo se puede llegar a pie o a caballo. Cada cual con sus motivos, sus recuerdos, sus expectativ­as o sus sueños. Todos distintos y con un solo destino. Lo que le pasara a uno, nos pasaba a todos. Si alguien se detenía, todos nos deteníamos. Nos unía la cadena invisible de una responsabi­lidad común.

No lloramos al llegar al Refugio. Suspiramos. Era justo el cumpleaños de Alejandro y lo celebramos con una de las geniales comidas que durante toda la travesía se encargó de preparar nuestro cocinero, Juan Pablo, quien no sólo pensaba en que nos agradaran las exquisitec­es que preparaba –nunca voy a olvidar aquel asado y esas lentejas– sino que también nos nutrieran y nos repararan para seguir.

La mañana siguiente llegó enseguida. A las seis, como cada día, todos en pie. Recoger y dejar bien empaquetad­o lo que cargarían las mulas. Saludar a los arrieros y a las tres personas que viajaban a caballo con ellos y que se convertían en parte de nuestro grupo en los campamento­s.

Cruzamos el río Tunuyán a lomo de las mulas y seguimos el río Palomares hasta desembocar en nuestro siguiente campamento, muy cerca del Caletón, a 3.100 m de altura, el lugar donde Darwin descansó al llegar a la Argentina. Esta vez durante la caminata no sólo tuvimos que soportar el viento y el frío sino que se sumaron primero la lluvia y después el agua nieve, que se clavaba con violencia como alfileres en la poca piel que encontraba al descubiert­o. Nuestro avance me recordó al de la caminata en meditación: jamás superábamo­s del todo con el pie que iba para adelante el pie que dejábamos atrás. La sensación era que no íbamos a llegar nunca.

Pero llegamos. Desde ahí se divisaba la última montaña antes de alcanzar Chile. Hubo quien la mañana siguiente decidió caminar las durísimas cuatro horas que nos separaban del punto desde el que se veía el lugar al que no podíamos cruzar a causa del derrumbe. Hubo quien se quedó a recorrer la zona hasta el Caletón y hasta la estación meteorológ­ica del Marmolejo, desde donde se divisa el impresiona­nte glaciar que aún corona la montaña llamada así. Sabíamos que, fuera como fuese, había que desandar el camino. Y ahí estaba la conscienci­a del cuerpo, por supuesto, pero otra vez también la del alma, que absorbe y siente y aprende y toma nota.

Se sentían cada vez más las consecuenc­ias del esfuerzo. Había

Madrugadas en que las estrellas están al alcance y la Vía Láctea parece un camino que se puede emprender

quien había perdido vista a causa de la tierra incrustada por el viento en sus ojos, hubo quien necesitó de rodillera, quien se vendó un tobillo torcido, quien se ampolló los pies, quien se quemó a causa del sol las manos, quien se descompuso, quien se deshidrató, quien rezaba para que el espíritu santo nos diera aliento. También se sentía cada vez más la fuerza que nos unía, y esas mismas personas que sufrían contaban historias, pelaban naranjas, descorchab­an botellas de vino, distribuía­n medicament­os, compartían ejercicios de yoga. Todos imprescind­ibles. Todos prescindib­les.

El regreso tampoco iba a ser fácil. La única mejora era que no avanzaríam­os con el viento en contra. Podríamos levantar a veces la vista y ver cóndores en pleno vuelo, guanacos atentos a nuestro movimiento, liebres en plena carrera, ratones apresurado­s y pájaros que, a falta de árboles –todo es yareta y coirón–, construyen en tierra sus nidos.

Acampamos ese último día en La Olla. El río, de agua fría como la nieve, rugía junto a nuestras tiendas. El cielo era de un azul incomprens­ible. Respirábam­os hondo. Sabíamos que al día siguiente de nuevo habría que subir hasta los casi 4.500m de altura del Portillo argentino. Las charlas eran más íntimas y animadas. Había sensación de triunfo y de despedida. La emoción, todavía contenida, de haber compartido una proeza.

Fuimos llegando uno a uno hasta la base donde nos esperaban los jeeps. Todos lloramos. Todos nos aplaudimos. Todos nos abrazamos. Todos permanecim­os después en un silencio delicado y atónito. Nada, nunca, iba a ser igual que antes.

Durante la travesía, en los pocos ratos en que había sido posible, había estado leyendo el libro El valle

feliz, de Annemarie Schwarzenb­ach. Había alucinado con sus tiendas de campaña con alfombras y escritorio­s y quinqués y el té de las cinco. Pero había compartido también esa sensación única de estar lejos de todo, de verdad en medio de la nada, casi en otro planeta. “Yo: invitada, extraña, aventurera –¿qué más?– curiosa, receptiva, impaciente, viajera... sola”.

El cuerpo, ya relajado, no me pedía que lo escuchara; ahí estaba el alma, que había absorbido y sentido y aprendido y tomado nota. Comprendí que había llegado al fin de mis reportajes sobre la vuelta al mundo justo con esta travesía. Les agradezco muchísimo su compañía. Ahora, debo seguir en silencio.

Todos lloramos, todos nos abrazamos, todos permanecim­os después en un silencio delicado y atónito

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FLAVIA COMPANY El campamento La travesía para cruzar los Andes y volver empezó en el campamento Scaravelli, a 3.100 metros de altura
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 ?? FLAVIA COMPANY ?? Fauna solitaria En la travesía se pueden ver además de guanacos, cóndores, liebres, ratones que se escapan
FLAVIA COMPANY Fauna solitaria En la travesía se pueden ver además de guanacos, cóndores, liebres, ratones que se escapan
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FLAVIA COMPANY

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