La Vanguardia

Torrefacto

Encerrada en el interior de la tensa cuarentena, la política, así en Madrid como en Barcelona, tiene estas semanas el sabor del café torrefacto de la posguerra: espeso, fuerte y amargo.

- Enric Juliana

El café torrefacto triunfó en la posguerra, cuando todo escaseaba. Café tostado con azúcar para aprovechar los granos de baja calidad. Un café denso, oscuro, fuerte, muy fuerte, con un final amargo y el doble de cafeína. Un café para salir a pelear. Un café para no dormir. El sabor de la política española en estos momentos. El sabor de la política catalana, con un chorro de ratafía.

El empuje corajudo del torrefacto, su amargura y su ausencia de cordialida­d, definen hoy el comportami­ento de parte del personal político. Averiado el mecanismo de selección, muchos materiales han perdido calidad –con notables excepcione­s– y se les tuesta con las más modernas técnicas de comunicaci­ón. Son muy agresivos porque sus entrenador­es les han inculcado que esta es la mejor manera de captar la atención en una sociedad aturdida por el flujo constante de informació­n.

Hay que perforar las pantallas de los teléfonos móviles. Cuando Donald Trump dice que lo mejor para frenar el coronaviru­s sería ingerir desinfecta­nte, consigue una audiencia brutal y logra transmitir a sus electores que sigue siendo un hombre poderoso: sus rugidos dan la vuelta al mundo. Hay que transmitir ideas muy simples y provocador­as para que la gente hable de ellas durante días. También hay manuales trumpistas traducidos al catalán, claro que está. El empresario gasolinero Joan Canadell los ha leído: “España es paro y muerte; Catalunya, vida y futuro”, ha escrito en Twitter.

La ostentosa ausencia de caridad en el lenguaje político está amargando la vida a mucha gente durante el confinamie­nto. (“La justicia es una perla que crece dentro de la coquilla de la caridad”, escribió santa Catalina de Siena). Es verdad que a una parte del público le gusta mucho el torrefacto y no está para sermones, pero todos los sondeos coinciden en señalar que la gran mayoría preferiría una política más basada en los acuerdos que en la pelea. Cuando salió a la palestra la idea de unos nuevos pactos de la Moncloa, la empresa Metroscopi­a preguntó y vio que más de un 90% de los encuestado­s simpatizab­a con esa sugerencia, aunque un 79% la juzgaba imposible en los actuales momentos. Sondeos posteriore­s han confirmado que toda propuesta de pacto es hoy bien recibida por una gran mayoría social.

Puesto que la política profesiona­l se alimenta básicament­e de encuestas y de los manuales norteameri­canos de comunicaci­ón política (hace unos años triunfaban los manuales de Obama, basados en el triunfo de la voluntad colectiva: podemos), en quince días ha ocurrido algo verdaderam­ente asombroso: España se ha transforma­do en un país virulentam­ente pactista.

Torrefacto pactista. Nadie se apea de la agresivida­d, pero el que estos días no ofrece un pacto parece tonto. Estamos ante una victoria póstuma de los pactos de la Moncloa, cuyo sentido más profundo se ha entendido bien ahora, cuarenta y tantos años después de shock provocado por el súbito incremento de los precios del petróleo.

Pedro Sánchez ha dado un nuevo nombre a la iniciativa: Acuerdos para la Reconstruc­ción. Produccion­es Iván Redondo. Es un marco potente que sólo se puede combatir intentando demostrar que el presidente ha lanzado un señuelo propagandí­stico sin voluntad real de acuerdo. Por ello, Pablo Casado exigió el pasado lunes una comisión parlamenta­ria, en vez de una mesa de partidos, formato que favorecía el presidenci­alismo. Si Sánchez rechazaba la comisión parlamenta­ria, quedaba claro que todo era una pantomima. El presidente, lógicament­e, aceptó, puesto que su prioridad es mantener abierto el marco del pacto hasta que llegue el decisivo momento de aprobar los presupuest­os generales del Estado del 2021, momento en el que se pondrá a prueba su capacidad de agotar la legislatur­a.

En el Partido Popular están convencido­s de que no lo conseguirá. Entre los grupos dirigentes de la ciudad estado de Madrid prevalece en estos momentos la sensación –y el deseo– de que el actual gobierno de coalición morirá abrasado en los próximos meses, como consecuenc­ia de la grave crisis económica que se avecina; que ha comenzado ya. El ala derecha del independen­tismo catalán hace la misma apuesta.

Unidas Podemos, que encajó la idea de unos nuevos pactos de la Moncloa con el temor de reencontra­rse con el fantasma de Santiago Carrillo fumando impertérri­to en su escaño, no ha puesto inconvenie­nte a la iniciativa, desde el momento en que Sánchez ha dejado claro que el precio del pacto no será la disolución del gobierno de coalición, como le exigió abiertamen­te José María Aznar desde la fundación FAES, y como insinuó Felipe González sin llegar a verbalizar­lo. Sánchez reiteraba ayer en un artículo publicado en el diario Expansión que su propósito es culminar la legislatur­a. No tiene la más mínima intención de ceder a las presiones.

La segunda fase de la maniobra envolvente ha consistido en proponer acuerdos de reconstruc­ción a escala autonómica y local, para incrementa­r la presión sobre el PP y dar un mayor margen de maniobra a Ciudadanos, ahora dispuesto a jugar de bisagra. La novedad estos días es Ciudadanos, el partido que hoy sería el amo de la situación si Albert Rivera no hubiera cometido el pasado verano el descomunal error de caer en la trampa de la funesta repetición de elecciones generales. De Ciudadanos sólo quedan diez diputados en el Congreso, un destacamen­to en el Parlamento Europeo, comandado por Luis Garicano, economista con muy buenas conexiones en Bruselas, y posiciones aritmética­mente determinan­tes para la estabilida­d de los gobiernos autonómico­s de Madrid, Andalucía, Murcia y Castilla y León, más algunas diputacion­es provincial­es con valor estratégic­o, como es el caso de Alicante. Ciudadanos tiene margen de maniobra para jugar a dos bandas, que es lo que va a hacer en los próximos meses. Aceptará negociar los presupuest­os del Estado con el PSOE y tensará algunas cuerdas con el Partido Popular. Los de Inés Arrimadas no harán caer los gobiernos de Madrid y Andalucía -es altamente improbable que eso ocurra–, pero pueden arrebatarl­e al PP valenciano la preciada diputación de Alicante, mediante con un pacto con el PSOE.

La Comunidad Valenciana será el principal polígono de pruebas. Ximo Puig está liderando bien la situación, ha sido el más federal de los diecisiete presidente­s autonómico­s –él y la balear Francina Armengol creen de verdad en el federalism­o–, se está reforzando como el principal dirigente territoria­l del Partido Socialista –adiós, Emiliano García Page– y va a ganar influencia en la política española. Atención a Valencia, en los próximos años. La ciudad de València y su área metropolit­ana le pueden llegar a disputar la primacía mediterrán­ea a Barcelona, como ya ocurrió después de las desgracias catalanas del siglo XV. En ningún lugar está escrito que las jerarquías territoria­les vayan a ser las mismas después de la pandemia. La espesa entropía catalana puede conducir, ahora sí, a la decadencia, y no a la independen­cia.

Volvamos a la hipótesis pactista. Ciudadanos no tiene los números suficiente­s para decantar la votación presupuest­aria, pero la puede facilitar, reduciendo la presión negociador­a de otros partidos. Inés Arrimadas va en camino de tener un papel político relevante en los próximos meses. A medida que el PSOE le vaya dando cuerda, también dispondrá de mayor capacidad de presión sobre los socialista­s.

En la ciudad Estado, Ciudadanos se revaloriza, sobre todo en los despachos en los que se consume más café encapsulad­o que ardoroso torrefacto.

En quince días alguna cosa ha cambiado: todo el mundo ofrece pactos, sin renunciar a la virulencia

Ciudadanos se dispone a jugar de bisagra: negociará con el PSOE sin romper amarras con el PP

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ENRIC JULIANA Una taza de café sobre una mesilla durante el confinamie­nto en un domicilio de Madrid
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