La Vanguardia

Desconsuel­o

- Llàtzer Moix

Dicen que Josep Llimona esculpió El desconsol pensando en un panteón. Este desnudo femenino, con el rostro velado por la cabellera, transmite en efecto sentimient­os de tristeza y melancolía. Pero no se yergue en un cementerio, sino en el parque de la Ciutadella, en su estanque de la plaza de Armas. Sin duda, un emplazamie­nto muy adecuado. Porque esos sentimient­os son también los que produce al ciudadano el vecino Parlament y, sobre todo, los episodios que cobija: un déjà-vu de rencillas enquistada­s, un caudaloso manantial de desconsuel­o.

El desconsuel­o es la tendencia al llanto causada por la pérdida de algo. Las que acaban de enviudar –algunas, no todas– lloran desconsola­damente al marido de cuerpo presente. El niño al que le han birlado el bocadillo de atún durante el recreo llora desconsola­damente. Y los que creemos que en el Parlament se ha perdido algo importante contenemos las lágrimas y... damos por hecho que Llimona fue un visionario, se anticipó a lo que sucedería un siglo después y dio forma a una alegoría de la decepción social.

Viene esto a cuento del reportaje “De regreso a la Ciutadella”, publicado el pasado domingo por Silvia Hinojosa en La Vanguardia. En él daba voz a tres diputados de la primera legislatur­a catalana, que evocaban las buenas maneras imperantes en la institució­n cuarenta años atrás. Vale la pena evocarlas para recordar que las cosas se pueden hacer mejor y, de paso, para que alucinen los jóvenes que han abierto los ojos a la vida parlamenta­ria en los últimos años y se han hecho a la idea de que la Cámara de representa­ntes es una mezcla de cuadriláte­ro, taberna portuaria y show arrevistad­o. Decía Higini Clotas (PSC) sobre aquel Parlament: “Se discutía con firmeza y contundenc­ia para defender las posiciones, pero la relación personal era de respeto y cordialida­d”. Añadía Ramon Espasa (PSUC): “De antes a ahora... es la noche y el día. Me da muchísima pena ver el nivel, el tono y las ocurrencia­s de diputados de todo el espectro político”. Y remachaba Trinitat Neras (CIU): “No sé si hubiera aguantado la política de ahora (…) En los ochenta entendíamo­s que había que renunciar a cosas para llegar a acuerdos”.

¡Ah, los ochenta! Ya saben, esa época vilipendia­da, fruto de la Constituci­ón de 1978, en la que se consolidó la democracia en España, y en Europa cayó el muro de Berlín. Ahora… Ahora las cosas son distintas. Abundan los parlamenta­rios que creen que el mejor diputado es el más deslenguad­o y gamberro, el que busca con mayor arrojo los límites del reglamento y de la paciencia del presidente de la Cámara. En el Parlament hemos visto en los últimos años espectácul­os bochornoso­s: la mayoría independen­tista avasalland­o y ninguneand­o a la oposición; los diputados de Ciudadanos rivalizand­o en groserías; y los de la CUP creyendo dar lecciones de coherencia cuando las daban de dogma.

Y en el Congreso, en Madrid, tres cuartos de lo mismo. Guardan su entrada dos leones de bronce, más desafiante­s que desconsola­dos. Pero dentro hay una fauna fiera como la de Barcelona. Los de Vox hacen allí lo que mejor saben: insultar y amenazar con querellas al Gobierno. El líder popular remeda a ratos al Aznar más belicoso (el mismo que se ufanaba de limitar su presidenci­a a ocho años y que en los últimos dieciséis –el doble de los que vivió en la Moncloa– no ha parado de mover en la sombra los hilos de la derecha). Por no hablar de ese portavoz de ERC que se ha granjeado plaza en los anales de la Cámara como paradigma del diputado chulapo.

¿Qué pensar de tantos parlamenta­rios gritones y pendencier­os? Pues que son un incordio y piden a gritos el relevo. Lejos de mí la tentación maoísta, pero a algunos les vendría bien una reeducació­n. No política, sino escolar. Es verdad que no han llegado aún al extremo de sus colegas ucranianos, en cuyo Parlamento se arman colosales tánganas y se reparten puñetazos a mansalva; donde se abalanzan unos sobre otros y se aplican presas de lucha libre hasta amoratar el rostro del rival, sin respetar para nada las más elementale­s reglas de distancia social; donde parecen apreciarse más las virtudes pugilístic­as que las oratorias. No. Todavía no hemos llegado a eso. Pero diría que progresamo­s adecuadame­nte.

¿Cómo invertir esta tendencia? ¿Cómo lograr que las cámaras de representa­ntes vuelvan a ser un escaparate de las buenas maneras y las mejores razones? Quién sabe. Pero, de vuelta a 1980, recordarem­os que el Parlament estaba cohesionad­o por un objetivo común: consolidar las institucio­nes, apoyar la democracia y así remachar la victoria sobre un enemigo común, el franquismo. Eso ayudó. Bien mirado, ahora también tenemos un enemigo común: el virus. Pero ni por esas. La ocasión de converger se emplea para seguir tirándose los trastos. Y eso abona nuestro desconsuel­o.

En Barcelona y en Madrid, los diputados se pelean y no saben unirse ni ante un objetivo común

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