La Vanguardia

Las puertas del cielo

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Si no ando equivocado, hoy se cumplen 43 días del confinamie­nto. Y se nota, caray si se nota. Buena prueba de ello la tenemos en la columna del colega Monzó del pasado jueves: Calamares con cebolla. Monzó sigue siendo un cachondo con un fino sentido del humor –un humor irónico, si es que se le puede llamar así–, pero, tras leerle, uno llega a la conclusión de que el amigo Quim ya empieza a estar harto de la pandemia, del confinamie­nto y de la madre que nos parió.

La columna de Monzó va de bares, de cuando nos permitirán volver a los bares y, sobre todo, de lo que nos vamos a encontrar. Tras contarnos que el Gobierno catalán es, contrariam­ente al español, partidario de abrir los bares antes que las escuelas, el colega Monzó se pregunta: “¿Deberemos entrar con mascarilla­s? Si queremos tomar un café o comer algo, ¿nos la meteremos en el bolsillo y listos, o bien tendremos que mantenerla puesta e ir levantándo­la y bajando a cada trago, a cada tenedorada? ¿Pedirás lo que sea que quieras tomar a la distancia requerida y un dron te lo llevará a la mesa? O bien, inexpertos como son muchos camareros con esas tecnología­s, ¿desde la distancia requerida de dos metros el camarero te lo lanzará y deberás pillarlo al vuelo? Lo mismo con el bocadillo de lomo o con el gin-tonic”.

Está claro que si quieres tomarte un café o comer algo lo mismo podrás quitarte la mascarilla –siempre y cuando luego te la vuelvas a poner– que ir levantándo­la y bajando a cada trago, a cada “tenedorada”. Como más te plazca o más cómodo te resulte. Tampoco veo problema en la relación con el camarero. Tu relación con él es la misma que tienes con la señora de la farmacia o con la dependient­a del súper: no es necesario que os abracéis, pero tampoco es preciso que la distancia entre él y tú sea de dos metros, siempre y cuando ambos luzcáis la mascarilla. Tampoco veo necesidad de ningún dron para que te llegue tu pedido a la mesa: el mismo camarero que te ha atendido puede traértelo.

El colega Monzó lo sabe mejor que nadie. Lo que ocurre es que el columnista empieza a estar harto –como la mayoría de nosotros– de tantas instruccio­nes, obligacion­es gubernamen­tales, a menudo contradict­orias, y alegrement­e echa mano del dron o del gin-tonic pillado al vuelo. Y para rematar la jugada, el amigo Quim recurre al “noble deporte del béisbol”. Para hacerse con el gin-tonic o el bocadillo de lomo: “Esperemos que Decathlon abra antes que los bares, para ir a buscar esos guantes espléndido­s con que los catchers capturan cuando el pitcher la lanza”, concluye el columnista.

Yo también echo a faltar los bares, pero los bares con terraza. El otro día, charlando con el amigo Jaume Sisa por teléfono, este me dijo que la primera cosa que le gustaría, que piensa hacer cuando finalice el confinamie­nto y abran los bares es irse a tomar una copa al

Boadas. “¿El Boadas?”, le dije yo. “Después de pasar un par de meses encerrado en un piso, ¿ir a celebrar la libertad en un local algo mayor que la cocina de tu casa, rodeado de retratos y fotografía­s de ilustres personajes desapareci­dos, con un barman que lo mismo te atiende luciendo una mascarilla y más solo que una rata?”. En cierto modo, entiendo el deseo de Sisa. El cantante, el poeta, el artista quiere regresar a algo que fue suyo –su juventud–, que le da confianza y en cierto modo le protege, o eso cree él, de ese mundo nuevo, que asoma tras la pandemia. Si el amigo Jaume me hubiese dicho que, tras la pandemia, tras la liberación, su propósito era pasearse “Rambles amunt, Rambles avall, Rambles amunt, Rambles!”, como reza su preciosa canción, no sólo lo hubiese comprendid­o sino que lo hubiese compartido. Sí, yo también echo a faltar los bares, las terrazas. En Italia los abren, dicen, en lunes 4 de mayo. Con una distancia de dos metros entre mesa y mesa, entre mi mesa y la del vecino. Supongo que en mi mesa podré estar con mi hijo, con mi nieta o con mis amigos, con mascarilla, claro está. Sigo con el amigo Sisa. El martes o el miércoles le pillé en la Ser. Hablaba del último poema/canción de Bob Dylan después de muchos años de silencio. Hablaba de Dylan como de un niño y, a la vez, de un viejo que, en cierto modo, se despide. Entre nosotros: a Sisa (Barcelona, 1948) la edad, cierta edad, es algo que le impresiona y no siente ningún reparo en admitir que, si Dios existe, este Dios es Bob Dylan. Unos días antes, cuando hablé con él por teléfono, se me olvidó preguntarl­e qué es lo que iba a pedir en la barra del Boadas cuando terminase el confinamie­nto. ¿Un Heaven’s Door? ¿Un bourbon de siete años, el whisky de Dylan, del empresario Bob Dylan, en homenaje a su mítica canción Knockin’on heaven’s door (Llamando a las puertas del cielo)! ¡El whisky de Dios! Dudo de que alguna botella de ese licor haya llegado ya a nuestros bares, pero bueno sería que el barman responsabl­e del Boadas se hiciese con una de ellas para celebrar el reencuentr­o de Jaume Sisa con dicho local y todo lo que ello representa.

Por lo que a mí respecta, yo sigo con el Jameson, mi viejo compañero irlandés. Le sigo fiel en el confinamie­nto y confieso que me alegra algo la vida.

Y, para terminar, permítanme un final a lo Monzó. Una botella de Jameson me cuesta, en el Spar del barrio, 16,42 euros, y diez mascarilla­s desechable­s me cuestan (martes, 21 de abril) en la farmacia de enfrente de casa 19 euros. ¿Cómo puede ser que un producto de primerísim­a y obligatori­a necesidad me resulte más caro que una botella de whisky? ¿Qué hacer? Como dice mi querido amigo y colega Josep Martí Gómez, hay momentos en que la única posible solución es darse a la bebida. À votre santé!

Una botella de Jameson me cuesta, en el Spar del barrio, 16,42 euros, y diez mascarilla­s desechable­s, 19 euros

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REUTERS STAFF / REUTERS Un bar de Estocolmo proclama que el local está abierto, una situación que se echa de menos en España
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JOAN DE SAGARRA

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