La Vanguardia

Los partidos no vividos

- Xavier Aldekoa

Durante mucho tiempo, y a falta de coraje para decir las palabras importante­s, el fútbol fue mi manera de decir te quiero. Los partidos de entremés, en los que el universo no se rompía por una derrota, iba a verlos con mis amigos de cerveza derramada y mesas de bar torturadas, pero las finales o los choques contra el Real Madrid eran siempre para él. Mi padre simulaba no darse cuenta de que, después de toda la temporada desapareci­do, iba a su casa para ver aquellos partidos especiales del Barça y yo, por si acaso, le mentía diciendo que era por superstici­ón, porque su televisión era más grande o porque se oía mejor. Él asentía siempre y me cedía distraídam­ente el mejor sitio del sofá.

Mi madre, cómplice desde el silencio, nos dejaba hacer como si no supiera también que en lugar de una victoria lo que venía buscando era un abrazo.

Con el tiempo, a vueltas de mis viajes africanos y mi mudanza a Sudáfrica para establecer­me como correspons­al, dejé de ir a visitar a mi padre para compartir los nervios de las finales, pero a veces le pedía imposibles a los que él accedía veloz: cuando no había manera de encontrar un bar abierto para ver el partido culé porque estaba en un rincón de Sudán del Sur, Congo o Gabón, le llamaba por Skype y le pedía que colocara el ordenador delante del televisor. Para verlo juntos. Fue así como, pese a estar a miles de kilómetros de distancia, nos maravillam­os juntos desde el salón de su casa con los quiebros de Xavi, la danza de Iniesta o la fibra del capitán Puyol. En estos días de confinamie­nto, mi hija Lena y yo hemos empezado a jugar a fútbol en la terraza. A ella en sus cinco años de vida jamás le ha interesado ni un segundo el balón, pero desde que el virus nos ha obligado a vivirnos juntos, hemos atardecido cada día dándole unos chutes tremendos a una pelota de plástico naranja. Su portería va de la maceta a la pared y es generosame­nte más estrecha que la mía, que va de la esquina a una muesca de cemento en la pintura de la pared del fondo. La primera vez que la pelota rebotó mal y cayó a la calle, Lena lloró desesperad­a porque la supo perdida. Las siguientes dos millones de veces que ha ocurrido, ha optado por la ligereza. Me mete prisa a gritos para que rescate el balón de debajo de los coches aparcados y poder continuar la final.

Yo, que aún llevo el susto del aprendiz en la mirada, sospecho que ser padre consiste precisamen­te en aprender a convivir con el vértigo de que los partidos con ella un día se terminen. Por eso a veces incluso me dejo ganar. Para que quiera jugar un día más.

No vaya a ser que, cuando la pesadilla del virus acabe, ella tampoco encuentre otra manera de decir te quiero, papá.

Tras todo el año desapareci­do iba a casa de mi padre para ver los partidos especiales del Barça

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