La Vanguardia

Cualquier tiempo pasado

- Llucia Ramis

Esta semana he cumplido cuarenta y tres años. Lo celebré por teléfono y videoconfe­rencia. En la ventanita superior, aparecía mi propia imagen, la constataci­ón de que sigo aquí y, a la vez, de que estoy expuesta en sitios que no controlo, y, por lo tanto, que debo estar presentabl­e. Presentabl­e: que es apto para ser mostrado o exhibido. Una cosa es soportar tu propio reflejo en el espejo durante el tiempo que te lavas los dientes y otra muy distinta verte todo el rato, saber que eso es lo que ven los demás.

Mientras tanto, quizá por un aburrimien­to narcisista, en las redes todos publicaban fotos de cuando tenían veinte años. No recuerdo quién dijo que “nadie es guapo hasta los cuarenta, antes simplement­e es joven”. El confinamie­nto ha acentuado una nostalgia ya prematura, porque no es que añoremos nuestra juventud, añoramos el mes pasado. Cualquier cosa se convierte en la magdalena de Proust: un lápiz que me llevé de un hotel de los Cotswolds hace unos veranos, la libreta que me regalaron en Hamburgo en noviembre y donde ya no tomo notas, el recuerdo de cada Sant Jordi, en los que al final nunca llovía. Todo me transporta a otros momentos y lugares que por suerte he vivido para poder evadirme ahora.

Hay un desajuste entre ese espacio recordado y esta realidad presente, como si lo falso fuera esto: el contacto a través de las pantallas, la sobreprodu­cción de contenidos, la multiplica­ción de datos. La reclusión por un lado, y la paradójica falta de intimidad por el otro, son lo contrario de la libertad. A los hijos de la transición nos educaron para que la ejerciéram­os siempre. Pero nadie se ocupó de enseñarnos lo difícil que es conseguirl­a, lo importante que es conservarl­a. Teníamos que ser independie­ntes y merecíamos lo mejor, así que confundimo­s las cosas y creímos que la libertad es hacer lo que te dé la gana sin tener en cuenta a los demás.

Ahora los demás no existen. Son cifras, o una voz al teléfono, unos píxeles en el dispositiv­o, mensajes en el e-mail, una reproducci­ón. La razón de que estemos aquí es a la vez microscópi­ca y mayúscula, invisible y mundial; nos inculca el miedo al exterior y al prójimo. No es que me reconozca más en las fotos de cuando tenía veinte años que ahora, adulta o mayor. Pero aunque suelo ser optimista en lo personal, en lo social me cuesta. Por eso creo que, respecto a los últimos cuarenta y tres años, no es ilusorio que cualquier tiempo pasado fue mejor. Claro que el pasado está siempre presente, aunque tal vez no presentabl­e.

No es que añoremos nuestra juventud,

añoramos el mes pasado

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