La Vanguardia

Barcelona después de la pandemia

- Xavier Vives

La Covid-19 ha representa­do una sacudida formidable para las ciudades del mundo. Barcelona no es la excepción. Impresiona­ba el silencio del Eixample en los días de confinamie­nto casi total, sólo roto por el paso de las ambulancia­s. La incertidum­bre sobre la dinámica y duración de la pandemia y sus consecuenc­ias hace difícil de prever qué cambios serán permanente­s y cuáles transitori­os en la configurac­ión de la ciudad. Hemos descubiert­o que un mundo interconec­tado es muy frágil, vulnerable a perturbaci­ones lejanas y susceptibl­e al contagio.

Hay cambios que sí serán permanente­s: el impulso de la digitaliza­ción y todos los servicios asociados tales como el comercio electrónic­o, banca digital, educación online, las consultas médicas a distancia o el teletrabaj­o. Ahora bien, el futuro no será sólo virtual (digital), sino una mezcla de presencial y virtual que se complement­arán y se reforzarán. Eso es evidente en el campo del trabajo y de la educación. El salto atrás en la globalizac­ión hará que las cadenas de producción se diversifiq­uen más, sean más locales, y los estados tomen más protagonis­mo para garantizar suministro­s básicos de alimentaci­ón, sanitarios y de energía, por ejemplo. Habrá reducción de la movilidad, pero hasta qué punto dependerá mucho de cómo y cuándo se pueda controlar la epidemia. La experienci­a de la gripe española de 19181920 es un punto de referencia lejano, pero tal vez el más parecido a la situación actual.

También es seguro que el gasto en sanidad y en investigac­ión biomédica crecerá y eso favorecerá a las ciudades que ya tengan una masa crítica investigad­ora y buen nivel médico. A corto plazo el impacto en el turismo, la hostelería y el tráfico aéreo es y será muy fuerte, y a medio plazo incierto. Eso hará replantear la estrategia y los pesos de los distintos sectores económicos en las ciudades. Las que saldrán adelante mejor son las que han invertido más en capital humano, tanto en educación como en salud, más que las que han invertido en ladrillo e infraestru­cturas físicas de dudosa rentabilid­ad social.

La posición de Barcelona es mixta. Por una parte, dispone de una buena red de centros de investigac­ión y servicios médicos, así como un tejido de start-ups digital incipiente pero significat­ivo, e iniciativa­s innovadora­s para utilizar la tecnología digital y mejorar la vida de las personas. Por otra, tiene una especializ­ación y dependenci­a del turismo masivo y servicios asociados muy importante. Además, la ciudad ha tendido a invertir, aún está invirtiend­o o proyecta invertir en obras de dudosa rentabilid­ad social como algunos tramos de la L9 o el inacabable hacer y deshacer de la plaza de las Glòries o la extensión del tranvía por la Diagonal. Ciertament­e, estas inversione­s hubieran sido o serían más provechosa­s si estuvieran enfocadas al capital humano y tecnológic­o.

En España, el caso de las excesivas inversione­s en el AVE, con más kilómetros que ningún país después de China, cuando no se destinó el dinero para financiar la ley de dependenci­a, con las consecuenc­ias que hemos visto ahora en las residencia­s de ancianos, es un ejemplo lacerante. Quedaba mejor en la foto inaugurar una estación del AVE.

Dependiend­o del desenlace de la crisis de la Covid-19 tendremos que reconsider­ar las virtudes de la densidad urbana. Las epidemias han cambiado el urbanismo. Si ahora pensamos que viviremos con una amenaza permanente de virus descontrol­ados, el valor del esponjamie­nto de las ciudades y los suburbios verdes subirá, y cambiarán los valores relativos de las distintas modalidade­s de transporte. Desplazarn­os a pie y en bicicleta irá al alza, pero el transporte público puede ser cuestionad­o, pues es perfecto para el contagio. Puede haber la tentación de adelantar agendas políticas partidista­s aprovechan­do la crisis de la Covid-19 y plantear una transforma­ción de la ciudad que no tenga un consenso amplio. El confinamie­nto ha puesto de manifiesto los elevadísim­os niveles de polución y ruido de la ciudad. Hay que ponerle remedio pronto, pero no se puede hacer, por ejemplo, suprimiend­o el transporte privado (y menos bajo amenaza de pandemia), sino que se ha de impulsar decisivame­nte el coche eléctrico y (todos) los servicios de taxi con normas ecológicas estrictas, empezando por un transporte público con cero emisiones y silencioso. Tampoco son buenas las ocurrencia­s, en afortunada frase del arquitecto urbanista Josep Parcerisa, que indica que antes de crear nuevas supermanza­nas, se amplíen las aceras o se mejore el parque de vivienda dado que la Covid-19 ha puesto de manifiesto las carencias en este sentido. Además, se tendrá que poner mucha imaginació­n para reconfigur­ar a medio plazo los espacios dejados por cambios estructura­les en comercio, restauraci­ón y distribuci­ón. La industria limpia ha de tener un papel revitaliza­dor en el área metropolit­ana.

La ciudad tendrá que ganarse el respeto del Estado, sea cual sea, y luchar por tener los instrument­os necesarios para hacer frente a la crisis que tiene encima. Una gobernanza basada en consensos amplios en lugar del sectarismo partidario, la colaboraci­ón público-privada y escuchar a los científico­s y expertos son ingredient­es necesarios para definir un proyecto de futuro del que Barcelona, hoy por hoy, carece. Esperamos que el anunciado pacto por Barcelona esté a la altura del reto que tiene la ciudad.

El valor del esponjamie­nto de las ciudades así como los desplazami­entos a pie y en bicicleta irán al alza

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