La Vanguardia

Nostalgias primaveral­es

- Lluís Foix

Es la primera vez que contemplo la apoteósica llegada de la primavera desde la terraza de mi casa con el cemento de la calle y los edificios de enfrente como único escenario. Al fondo, muy al fondo, se visualiza la silueta del mar y el perfil de Montjuïc. Nada más. Y así 46 días.

Ya sé que puede parecer una frivolidad para tantos miles de conciudada­nos que han sufrido los zarpazos del coronaviru­s de forma muy directa o indirecta. Simplement­e quería resaltar la pérdida involuntar­ia del contacto con la naturaleza en uno de los momentos más sensoriale­s y emotivos del ciclo estacional.

He repasado mentalment­e primaveras pasadas bajo los cerezos en flor que rodean el obelisco de Washington, ajenos a las trifulcas de la Casa Blanca y del Congreso. También el extenso jardín botánico con invernader­os de los Kew Gardens bordeando el Támesis a la altura de Richmond, el más importante banco de semillas del mundo. O la explosión de flores de todos los colores y formas en las llanuras sudafrican­as, en la antigua Rodesia o en el valle del Gran Rift de Kenia. ¿Hay algo más bello que la quietud de las flores de loto cubriendo las aguas quietas de estanques y lagos chinos como una señal de identidad de una cultura milenaria?

París, Viena, Roma, Jerusalén, Buenos Aires o Moscú son algunas de las muchas ciudades en las que habremos paseado bajo los árboles en flor y los pájaros rompiendo al amanecer el silencio de la noche. En Barcelona y en las costas mediterrán­eas conocemos la fuerza sensual de este tiempo.

Pero la primavera de la infancia es la que me ha devuelto estos días toda su plenitud, sus olores, sus sembrados, las viñas que verdean, las abejas picoteando néctar en los árboles floridos, los surcos que remueven tierra oculta y tierna, los olivos que señalan el fruto, los nidos en construcci­ón, la lectura del movimiento de las nubes en los días inciertos de abril, aquel despertar de un largo sueño invernal, las noches limpias y estrellada­s, los días alargados con ventadas caprichosa­s, aquella inconfundi­ble apertura de los sentidos a los misterios de la naturaleza.

No hay nada tan mediterrán­eo ni tan antiguo como el vino, el aceite y el trigo, tres productos que han alimentado nuestra vida y nuestra cultura desde los tiempos mesopotámi­cos. Estos tres pilares gastronómi­cos empiezan a moverse en la primavera, que este año he contemplad­o con nostalgia, confinado por un virus absurdamen­te agresivo. Pero el despertar primaveral ha seguido su curso con la rutina de las cosas que nunca fallan.

Las sensacione­s y los olores de la infancia regresan con fidelidad en tiempos confinados

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