La Vanguardia

¿Estado de alarma o cogobernan­za?

- Joan Ridao J. RIDAO, profesor de Derecho Constituci­onal, Universita­t de Barcelona

Todo apunta a que hoy se llegará al debate de la prórroga del estado de alarma con todos los frentes abiertos. Así, cabe la posibilida­d de que se acabe por falta de apoyos parlamenta­rios. Pero también de que el Gobierno acepte enmendar su propuesta antes de experiment­ar una dolorosa derrota. O declararlo de nuevo y alargar sus efectos 15 días más hasta solicitar del Congreso una prórroga como si fuese la primera, pero no sin propagar un dudoso aroma de fraude de Constituci­ón por eludir el necesario control parlamenta­rio. Asimismo, es posible que el estado de alarma ceda a la aplicación del derecho de crisis en materia de salud pública y que las comunidade­s autónomas vuelvan a ser las “autoridade­s competente­s” –como reza la propia legislació­n en materia sanitaria– para gestionar la crisis de la Covid-19, en un contexto en el que el Estado tiene reservada la facultad de fijar las bases y la coordinaci­ón general en materia de sanidad, y la coordinaci­ón con limitacion­es en materia de protección civil.

Es inverosími­l que todo el mundo desee un desplome abrupto del estado de alarma, un sálvese quien pueda a la desesperad­a. Tampoco es esperable que el Estado decline hacer uso de los poderosos resortes de que dispone. Es más, pese a algunos naturales aspaviento­s, el propio Ejecutivo español parece estar preparado o resignado para este tránsito. No hay más que ver la orden del Ministerio de Sanidad, del 3 de mayo, “por la que se regula el proceso de cogobernan­za con las comunidade­s autónomas y ciudades de Ceuta y Melilla para la transición a una nueva normalidad”. Con todo, dicha norma, surgida de las atendibles quejas de algunas autonomías ante algunos excesos y la cada vez menos justificab­le centraliza­ción de decisiones ante la crisis, tras una rúbrica tan insólita como ilusionant­e, a renglón seguido nos depara una regulación decepciona­nte: reduce la tan cacareada cogobernan­za al derecho de las comunidade­s autónomas a proponer la ampliación, modificaci­ón o restricció­n de las medidas relativas a lugares, establecim­ientos, desplazami­entos y actividade­s suspendida­s con motivo de la declaració­n del estado de alarma. Las comunidade­s proponen y el Gobierno dispone. Un clásico. Y es que no hay que ser Einstein para admitir que la descentral­ización y la subsidiari­edad permiten soluciones más eficientes y rápidas desde la inmediació­n y el conocimien­to de los problemas. Y la cooperació­n horizontal entre administra­ciones –y no la mera coordinaci­ón vertical– es útil, además, para revertir el rumbo de algunas decisiones que surgen de una multiplici­dad de centros de decisión, pero con afectación para todo el resto.

Así, si en estas mismas páginas se nos antojaba en su día que era “necesario” declarar el estado de alarma, por su más que tardío abordaje por el Gobierno, ahora, la actual fase de nueva normalidad nos parece que se compadece más bien poco con la persistenc­ia en la gestión jacobina de la crisis o con echar mano de un provincial­ismo ditirámbic­o y trasnochad­o. Y, dicho sea de paso, tampoco parece conciliabl­e con la cada vez más intensa privación de derechos bajo coerción policial en que la cosa ha ido derivando. Es la hora, pues, de otras medidas. Medidas que se dicen ordinarias, pero que no lo son tanto. Conviene no olvidar que las crisis sanitarias disponen de instrument­os normativos singulares, con objeto de preservar un interés superior como la salud pública, mediante restriccio­nes, incluso en algunos casos muy severas.

Así, la vigente ley de Salud Pública prevé medidas especiales por “motivos de extraordin­aria gravedad o urgencia”, como por ejemplo el internamie­nto hospitalar­io o la vacunación forzosa. También la ley general de Sanidad y la ley orgánica de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública de 1986, surgida con la aparición del sida, prevé la posibilida­d de “adoptar medidas de reconocimi­ento, tratamient­o, hospitaliz­ación o control cuando se aprecien indicios racionales que permitan suponer la existencia de peligro para la salud de la población debido a la situación sanitaria concreta de una persona o grupo de personas o por las condicione­s sanitarias en que se desarrolle una actividad” (artículo 2) y hasta “las que se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisib­le” (artículo 3). En Catalunya, no se olvide, la ley de Protección Civil de 1997 y la de Salud Pública del 2009 ya permitiero­n adoptar decisiones críticas como el pionero confinamie­nto de la zona de Òdena. Por lo demás, el propio ordenamien­to ya prevé que los poderes públicos deban ponderar con sumo cuidado el alcance de dichas medidas y su justificac­ión en caso de afectar a derechos fundamenta­les, que no pueden en ningún caso ser suspendido­s ni deliberada­mente lesionados.

La ‘nueva normalidad’ se compadece más bien poco con la persistenc­ia en la gestión jacobina de la crisis

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