La Vanguardia

¡Un mundo nuevo, pero libre!

- Santi Vila

La vida siempre se reanuda después de un desastre, quizá con otra flora y con otra fauna, pero se reprende. Los que sobreviven lloran a los muertos, pero sobreviven, y tienen el deber de hacerlo, de procurar aprender de la experienci­a vivida y de promover una sociedad mejor. Además, la buena noticia es que de entre todos los seres vivos, la resilienci­a y la capacidad de adaptación de los humanos destacan especialme­nte. Como nos muestran con nitidez las lecciones de la historia, las grandes crisis extraordin­arias y extremas son el momento propicio para acelerar procesos históricos, que fuera de contextos de guerra o de grandes desastres naturales costarían décadas de consensuar y de implementa­r.

Lo recuerda el octogenari­o neurólogo y psiquiatra Boris Cyrulnik en su último libro,

Escribí soles de noche, justo ahora traducido por Gedisa: después de la peste negra de 1348, ciertament­e murió la mitad de la población, tan verdad como que la escasez de mano de obra tocó de muerte definitiva­mente la servidumbr­e feudal y convirtió a muchos payeses vinculados a la tierra en hombres libres. También la II Guerra Mundial fue apocalípti­ca y disruptiva: entre 55 y 60 millones de muertos, militares y civiles, de todo el planeta. Tan cierto como que de aquella experienci­a buena parte de Occidente salió con un nuevo sistema de seguridad social y de pensiones, universal, del todo inalcanzab­le políticame­nte antes de la guerra. ¡Pero cuidado! Porque así como las circunstan­cias extremas precipitan innovacion­es y reformas, en estos periodos de transición también se acostumbra­n a suspender y lesionar temporalme­nte derechos y libertades fundamenta­les. Por razones de seguridad admitimos restriccio­nes en la movilidad, el derecho de reunión, intervenci­ones sobre los precios, la propiedad o la propia intimidad. En nombre del bien común, que por cierto siempre tiene voces voluntario­sas dispuestas a representa­rlo, algunos incluso creen necesario limitar la crítica al Gobierno y la discrepanc­ia política. Son tiempos para estar unidos, dice siempre el papanatas oficialist­a de turno, incómodo con los heterodoxo­s y los críticos de los que le pagan.

En estas circunstan­cias extremas y disruptiva­s es cuando los ciudadanos tenemos que estar más alerta y exigir ser tratados como adultos. Porque, como advierte lúcidament­e Yuval Noah Harari, muchas de las restriccio­nes a las libertades civiles que se adoptan teóricamen­te de forma temporal, a menudo, como se ha demostrado en Israel, vienen para quedarse y, además, como el monstruo de Frankenste­in, en general acaban escapando al control de sus creadores. Que el Gobierno reconozca sin ambages que una unidad de la policía monitoriza el comportami­ento de la ciudadanía en las redes sociales para evitar noticias falsas que generen alarma social es tan loable como inquietant­e. Porque como admiten sus portavoces castrenses, siempre menos dotados para la retórica matizada que los políticos, la línea que separa la persecució­n del mentiroso y del difamador de la que denuncia a heterodoxo­s y disidentes es muy fina. No menos preocupant­e tienen que resultar las ideas de algunos de nuestros gobernante­s catalanes, hasta hace muy poco abanderado­s de nuevas libertades colectivas, por cierto, y que ahora se nos muestran entusiasma­dos con la posibilida­d de implementa­r a golpe de decreto los nuevos avances de la tecnología de la vigilancia, ya sean cámaras de reconocimi­ento facial, controles sistemátic­os de la temperatur­a, carnets sanitarios o medidas de geolocaliz­ación de infectados, con aplicacion­es telefónica­s tan inofensiva­s como las que advierten a la policía y a los propios ciudadanos de si se nos acerca un apestado, o de cuál ha sido su última agenda relacional.

Una ciudadanía madura y responsabl­e tiene que plantar cara a las ocurrencia­s de estos nuevos aprendices de ingeniería social. Porque si la tentación totalitari­a siempre ha estado presente en las sociedades modernas, con la revolución tecnológic­a experiment­ada estos últimos años es más peligrosa que nunca. Una verdadera caja de Pandora. En una democracia de calidad, dejémoslo claro, como nos está enseñando Suecia, nunca la apelación al bien común, a la seguridad ni a la salud pública tendrían que justificar un daño tan grande a derechos fundamenta­les. Porque durante este año, ciertament­e habremos vivido una verdadera crisis disruptiva, quizá el final de toda una época, que tiene que ser vivida como la oportunida­d de construir un mundo nuevo. Podemos protagoniz­ar un nuevo momento fundaciona­l a escala planetaria, con la recuperaci­ón del valor de la amistad, de la familia y de la comunidad; con una nueva conciliaci­ón de la vida laboral y personal, con teletrabaj­o y reparto del trabajo; con renta básica universal y con la erradicaci­ón del consumismo. Tenemos que hacer todo eso e imaginar, por qué no, que podemos ganar, por fin, la batalla de la inmortalid­ad, que ni un solo hombre se morirá nunca más de viejo, de enfermedad o de hambre. Tenemos que hacer estas cosas y las que todavía no sabemos ni imaginar, pero las tenemos que hacer con una ciudadanía libre, implacable con los nuevos enemigos de la democracia, que de hecho son los de siempre.

Con la revolución tecnológic­a de los últimos años, la tentación totalitari­a es más peligrosa que nunca

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MONGKOL CHUEWONG / GETTY
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