La Vanguardia

La gran resaca

- Joana Bonet

Han transcurri­do ya más de sesenta días regados con alcohol sin culpa. Una bruma se instaló en las nucas confinadas que salían a tomar el vermut al balcón o agendaban citas virtuales para seguir abriendo cervezas y echando una rodaja de pepino al gin-tonic. Cuando algunos iban a reciclar, observaban la bolsa de botellas vacías con un gesto que basculaba de la autoafirma­ción a la vergüenza. Nunca se había disparado tanto el consumo de vino, cerveza, ginebra o whisky como en este robado mes de abril; qué hacer si no cuando se prolonga una existencia desprovist­a de sentido y las horas se ensucian las unas a las otras, sin color ni dueño. Beber contra el aburrimien­to –del latín: ab( sin), y horrere (asustarse)– fue desde siempre una religión que abre sus gigantesca­s puertas abiertas para traspasar la senda que va de la sobriedad a la ebriedad. Los lingotazos se asocian aún a rebeldía aunque sean parches de autodestru­cción. Estos dos meses, los más bebedores han llegado a utilizar como excusa su hipotética capacidad para matar al virus aconsejand­o gárgaras con aguardient­e.

Cuentan que Alejandro Lerroux, tras la fracasada revolución de 1934, comía con sus compadres en un restaurant­e barcelonés y quiso regar los postres con dos botellas de Cordon Rouge, su champán preferido. Fue entonces cuando un colega le preguntó qué les diría a los obreros barcelones­es que pudieran verle en ese instante. “Pues les diría que estoy probando el vino que beberá el proletaria­do del porvenir”. Y se jactó de que cuando lo probaran, dejarían de ser obreros. No fue así: tuvieron que contentars­e durante décadas con el espumoso de los aguinaldos.

Bebemos para celebrar, pero también para huir e incluso a modo de pequeño premio con el que aliviar la lata que dan los bufones del odio con sus cacerolas oxidadas y los falsos periodista­s con sus falsas noticias. No es extraño que hoy se llenen las calles de corredores que escapan, avanzando contra sí mismos, sacrifican­do su sed, sin tiempo para sudar. Por fin liberan las toxinas tras sus encierros bañados en alcohol y los días de resaca permanente a fin de poder olvidar mejor la jornada anterior. Pero la resaca, si se aprovecha, proporcion­a una fantasía de resurrecci­ón que, más allá del sentimient­o de desprecio por uno mismo y del terror ante el futuro, nos empuja a encontrar un punto medio entre la nostalgia y la utopía. Frida Kahlo lo resumió con humor: “Quise ahogar las penas en alcohol, pero las condenadas aprendiero­n a nadar”. Bien lo saben los maratonian­os, capaces de llegar a la meta aunque sea a gatas.

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