La Vanguardia

Mostrar las heridas

- Teresa Sesé

En el feliz 1992, en plena resaca de la fiesta olímpica, Pepe Espaliú nos dio una bofetada de realidad con una acción ritual en la que se mostraba a sí mismo enfermo, con los pies desnudos, portador del VIH y del miedo, mientras era conducido en volandas por una cadena humana formada por parejas con las manos entrelazad­as, avanzando de pareja en pareja, como en el juego de la sillita de la reina, sin tocar nunca el suelo. La procesión, que recorrió primero las calles de San Sebastián y luego las de Madrid, se llamaba Carrying, y con ella el artista cordobés no sólo puso rostro a la enfermedad del sida, sino que nos advirtió de la importanci­a de los cuidados, de sentirse sostenido por los que te rodean. Parece que ya nos hemos olvidado, pero, a diferencia de la rápida respuesta internacio­nal al coronaviru­s, los afectados por la peste del sida tuvieron que enfrentars­e durante casi una década no sólo a la amenaza de la enfermedad, que era poco menos que una sentencia de muerte, sino también a la vergüenza y la homofobia desenfrena­da; a la arrogante indiferenc­ia de los gobiernos y a la avaricia de los laboratori­os farmacéuti­cos, auténticos propagador­es de la pandemia.

Espaliú murió meses después de aquella acción. Tenía 38 años y formó parte de toda una generación de artistas fulminados por el sida. La llamada a las armas de los activistas de Act Up era SILENCIO=MUERTE, y para muchos creadores hacer visible la enfermedad y mostrar el dolor interno fue mucho más que una necesidad. Ninguna estadístic­a, ni siquiera la que habla de casi 40 millones de muertos en todo el mundo, me ha hecho entender mejor el sufrimient­o de los años de

Parece como si la tragedia fuera que estamos confinados y no la muerte diaria de personas cuyo sufrimient­o nos es escamotead­o

la peste como la fotografía en la que David Wojnarowic­z clava su mirada en la cámara con los labios cosidos y unas gotas de sangre deslizándo­se por la barbilla, o las instantáne­as que en un gesto sobrecoged­or tomó en el lecho de muerte de quien había sido su pareja, Peter Hujar: cabeza, manos, pies. La manera cómo en otro autorretra­to Mapplethor­pe espera a la muerte empuñando un bastón coronado por una calavera. Las almohadas de Félix González-torres en las que todavía son perceptibl­es las huellas de dos cabezas o esos relojes de cocina que, como los corazones perfectame­nte sincroniza­dos de dos amantes, tictac, tictac, acabarán perdiendo su alineación exacta... Todos ellos estaban bajo el control de una enfermedad debilitant­e, pero estaban muy vivos, y en su lucha encontraro­n también momentos de una furia y una alegría galvanizad­oras.

Hoy la Covid-19 ya no es una guerra invisible a los ojos de los demás. Pero fantaseo con las imágenes que dejaremos a futuras generacion­es y veo poco más que un mundo infantiliz­ado donde sólo hay fríos listados con datos, ciudades vacías, clases de yoga o de cocina online y gente en los balcones, como si la tragedia fuera que estamos confinados y no la muerte diaria de miles de personas cuyo sufrimient­o nos es escamotead­o.

Beuys, otro artista inmenso, lo dijo ya antes de la era del sida: “La única manera de superarse y tal vez de sanar es estar alerta y mostrar las heridas”.

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