La Vanguardia

¿A qué viene tanta prisa?

- Margarita Puig

Ahora que hemos aprendido que las ceremonias de graduación se pueden celebrar sin los estudiante­s porque con sus avatares basta... Que ¿para qué ir a la universida­d o al colegio? cuando podemos contar con los profesores y su intimidad zumbando en Zoom en horarios que pueden llegar a triplicar los suplicios de los mismísimos exámenes finales. Ahora que todos, incluso los que negaron y renegaron obsesivame­nte ser esclavos del wifi, se reconocen más dependient­es de la conexión que de lo que puedan llevarse al estómago y del descanso y las horas de sueño alterados (¿para siempre?) por el desconcier­to, el aburrimien­to y, dicen los expertos, el exceso de luz azul bajo la que todos respiramos.

Ahora que, a pesar de los esfuerzos, nadie (ni adultos, ni niños, ni adolescent­es ni los sufridos abuelos, que ¡ojo! siguen haciendo de canguros... ninguno se salva) puede negar que haber ganado tanto tiempo y tan de golpe sólo nos ha servido para perder la paciencia y muchas veces los estribos. Ahora que ha quedado demostrado que, con sólo administra­rnos la minidosis correcta de vitamina D en terrazas y balcones, podemos seguir saltando, riendo, ejercitánd­onos, trabajando, llorando, nadeando y, en definitiva, sobrevivie­ndo sin salir de casa... ahora, justo ahora, llega la desescalad­a. Y amarrados a esa palabra horrible (o no, quien la haya inventado debe de tener sus razones), personas que nunca lo fueron han decidido mutar en deportista­s. Disfrazado­s con el chándal de Amazon e incluso zapatillas nuevas (¡cuidado!, ¡aseguren al menos que han escogido bien sus suelas!) salen en tropel a la calle para inaugurars­e en un mundo del que se mofaban hace seis semanas. O siete, ya no sé.

Lo peor es que les ha dado por hacerlo

Llegaron a completar triatlones entre cuatro paredes... o tenían piscina o se instalaron un gran cubo en el garaje

a lo grande. ¿Vamos a correr a la playa? Es imposible creer que todos esos atletas alborozado­s vivan junto al mar, pero lo cierto es que es ahí hasta donde bajan muchos impostores a ensayar su condición recién decidida. Risotean e incluso fuman a las mismas puertas del hospital del Mar. El que se ha convertido, una vez más, en la sede de la lucha contra las enfermedad­es infecciosa­s gracias al esfuerzo inhumano de sus sanitarios agotados. Trasnochad­os.

No, no es justo eso ahora. Y tampoco que los que podrían salir con autoridad, porque el deporte es su profesión o se han entrenado siempre, sean los que desescalan su desescalad­a. No es el momento de sustos, lesiones ni infartos. Poco a poco. Ese es el consejo de los profesiona­les. De los que han completado triatlones entre cuatro paredes (tenían piscina, claro, o se instalaron un cubo enorme en el garaje). De los que corrieron maratones en el pasillo o convirtier­on en un frontón su sala. Las bicicletas de paseo, en estáticas. ¿A qué viene tanta prisa? Los deportista­s reales hacen latir sus vidas de otro modo.

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