La Vanguardia

Llueve sobre mojado

- Carles Mundó

Parece asumido por todo el mundo que la lentitud de la justicia es una fatalidad que no tiene solución. La idea de que los asuntos caen en un agujero negro cuando cruzan la puerta de los tribunales está completame­nte instalada en el imaginario colectivo, y desgraciad­amente los datos lo corroboran. Esta situación se acepta con resignació­n, creyendo que las cosas no pueden ser de otra manera, pero esto no es cierto.

No ha habido ningún ministro de Justicia que no haya propuesto la necesidad de grandes pactos de Estado sobre la justicia para revertir la situación de colapso, pero en la práctica las cosas siguen igual. Probableme­nte se necesiten algunas reformas profundas, pero también es cierto que se podrían implantar muchísimas medidas que, segurament­e, sin ser muy vistosas, contribuir­ían a aligerar algunas cargas del día a día. Sin embargo, tras haber vivido esta forma de funcionar durante muchos años como abogado y casi dos años como conseller de Justícia de la Generalita­t de Catalunya, he podido constatar las enormes resistenci­as a cualquier cambio, por pequeño que sea.

La situación de la administra­ción de justicia en el conjunto de España y también en Catalunya es mala. Al finalizar el año 2019, en los poco más de 600 juzgados y tribunales de Catalunya habían entrado 1.016.800 asuntos y, pese a haberse resuelto 965.000 expediente­s, la acumulació­n de procedimie­ntos que quedaban pendientes de resolver era de casi medio millón. Además, había otros 442.471 asuntos ya sentenciad­os, en fase de ejecución, tratando de conseguir que se cumpliera lo decidido por los tribunales. Son cifras desbordant­es.

Es evidente que una de las razones que explican esta situación es la falta de presupuest­o para dotar el sistema judicial con un mayor número de juzgados que puedan atender el volumen de asuntos. Incrementa­r el número de funcionari­os en los juzgados que ya existen, por regla general, no contribuye a que los 800 jueces y magistrado­s que trabajan en Catalunya puedan dictar más sentencias o celebrar más juicios. Lo que señalan las cifras es que lo que falta son más juzgados. Mientras que la media de la Unión Europea se sitúa en 19 jueces por cada cien mil habitantes, en España este número no llega a 12 y en Catalunya se queda en 11.

Pero además de los recursos personales, muchos de los problemas que explican el colapso de la justicia son de naturaleza organizati­va. Se podría citar muchos ejemplos, pero algunos son particular­mente ilustrativ­os. En un juzgado, además del juez que, en la lógica de separación de poderes, depende del

Consejo General del Poder Judicial, está el letrado de la administra­ción de justicia –antes llamado secretario judicial–, que depende del Ministerio de Justicia; y están los funcionari­os de la administra­ción de justicia, que en la mayoría de los casos están gestionado­s por las comunidade­s autónomas. Y por otra parte, está el ministerio fiscal, también con un estatuto propio. En estas condicione­s, conseguir que con este sudoku exista una coordinaci­ón eficiente y productiva es poco más que un deseo.

Otro ejemplo de una organizaci­ón caduca es la división en partidos judiciales, que se definieron en 1834, junto con la división provincial, y hoy siguen siendo el parámetro para implantar territoria­lmente los juzgados. Casi dos siglos atrás se planificar­on sobre la base de criterios de población y distancias, que obviamente han quedado superados por la realidad de hoy. En Catalunya, existieron los mismos 32 partidos judiciales desde su creación y hasta 1988. Hoy hay 49, que van desde el de Barcelona, con 200 juzgados, hasta el de Gandesa, con uno.

Pero además de los medios y de cuestiones de organizaci­ón, otro factor que explica que en los juzgados haya más o menos asuntos pendientes son las leyes procesales. Seguro que podrían simplifica­rse muchos trámites gracias a la tecnología sin lesionar las necesarias garantías que deben tener las partes en litigio. No puede ser, por ejemplo, que se malgasten meses en hacer una simple notificaci­ón.

Por otra parte, nuestra cultura para resolver conflictos está muy asociada a la lógica de los tribunales. A diferencia de lo que sucede en otros países, aquí, el arbitraje y la mediación son una vía residual para solucionar las diferencia­s. Conflictos como las participac­iones preferente­s, las cláusulas suelo o la multitud de reclamacio­nes en el ámbito del transporte aéreo no deberían inundar los juzgados si existieran procedimie­ntos más ágiles.

Y, ahora, la onda expansiva del coronaviru­s también impactará sobre la ya saturada administra­ción de justicia. Con los meses de parón provocado por la crisis sanitaria y un arranque a medio gas, los despidos laborales, concursos de acreedores y reclamacio­nes de todo tipo van a colapsar todavía más un sistema de justicia anémico. Con los deberes de la digitaliza­ción a medias, la justicia se alejará un poco más de los ciudadanos y las empresas.

Esperemos que, más pronto que tarde, se entienda que una justicia eficiente mejora la vida de las personas y aumenta la confianza en la actividad económica. Mientras tanto, llueve sobre mojado.

En los juzgados de Catalunya hay medio millón de asuntos pendientes de resolver

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