La Vanguardia

ETA, aniversari­o invisible

- Francesc-marc Álvaro

El domingo se cumplieron dos años del anuncio oficial que ETA hizo de su final y del desmantela­miento total “de sus estructura­s”. Este segundo aniversari­o ha sido invisible, casi nadie lo ha mencionado, fenómeno que merece reflexión, si consideram­os la constante presencia que tuvo el terrorismo etarra durante muchas décadas. La primera explicació­n de este olvido

–la más fácil– es la dureza de nuestro presente, dominado por la pandemia de la Covid19. La segunda explicació­n la daba un importante político vasco el lunes: no tenemos ganas de recordar lo más negativo, preferimos mirar adelante. Quizás es un poco de todo, y también por otras causas, que se nos escapan.

ETA forma parte de la historia reciente, la que cuesta más de asumir. Desde 1959 hasta hace muy poco, esta organizaci­ón ha marcado nuestras vidas. Nacida bajo la dictadura, ETA prolongó su actividad durante la transición y la consolidac­ión democrátic­a, cuando el argumento político y moral de utilizar las armas contra la tiranía ya no tenía ningún sentido. Somos muchas las generacion­es que, de una manera u otra, de lejos o de cerca, tuvimos que acostumbra­rnos a ETA, desgraciad­amente. Valga como ejemplo modesto mi peripecia de catalán cincuentón. Guardo en la memoria tres momentos marcados por este terrorismo: el asesinato de Miguel Ángel Blanco, en julio de 1997, que me pilló en un encuentro de escritores, donde la noticia golpeó a todo el mundo; las amenazas de los etarras a un buen amigo, que debía mirar cada día los bajos de su coche, y el atentado mortal contra Ernest Lluch, la noche del 21 de noviembre del 2000, mientras teníamos tertulia de radio con Esteve Crespo, Mercè Beltrán y Gabriel Colomé en el desapareci­do estudio de Ràdio 4 de paseo de Gràcia, 1. Son tres momentos de indignació­n, incomprens­ión y tristeza, que forman parte de mi educación cívica y política, también sentimenta­l. Huelga decir que los terribles atentados contra Hipercor y contra el cuartel de la Guardia Civil en Vic también pintan nuestra memoria personal y colectiva con el color más oscuro. Nunca entendí que hubiera gente tan sectaria y tan idiota que quisiera imitar aquí las aventuras de ETA. Ni nunca entendí que se hiciera apología feliz del terrorismo de Estado, del cierre judicial de periódicos o de las torturas.

Dentro y fuera de Euskadi, la violencia que ETA ejerció en nombre de un supuesto ideal nos ha influido. Incluso a los que no son consciente­s de ello. Además de la pila de vidas rotas, los etarras rompieron las palabras y reventaron muchos debates, que todavía hoy llevan adherencia­s extrañas, a veces explotadas interesada­mente por los que, como algunos políticos de la derecha española, afirman cosas delirantes como que el proceso catalán “es un proyecto de ETA”. Eso ocurre, paradójica­mente, cuando ETA se ha convertido en un fantasma.

El lehendakar­i Urkullu invitó a la ciudadanía, hace dos años, a trabajar por “una convivenci­a con memoria”. De momento, no parece que le hayan hecho mucho caso. El segundo aniversari­o silente de la disolución de ETA nos dice algo sobre las enormes dificultad­es de elaborar una memoria que pueda ser compartida por personas que piensan diferente. Lo escribió un prestigios­o historiado­r francés: una sociedad puede enfermar de recordar poco y también de recordar demasiado, hay que encontrar la justa medida. Los vascos, así como el resto de los ciudadanos del Estado español, tenemos el reto de hacer memoria, un objetivo que se superpone a los deberes pendientes de revisar la memoria de la transición (separando los mitos de los hechos) y la memoria de la dictadura, la Guerra Civil y la Segunda República. Son capas y capas de trauma, relatos en pugna. Con respecto a la huella de ETA, la izquierda abertzale todavía debe verbalizar públicamen­te algunos conceptos esenciales, sin los cuales es muy difícil avanzar, un ejercicio que no es ajeno a la situación de los presos de la organizaci­ón. La memoria colectiva es una batalla y debe convertirs­e en un pacto.

Coincidien­do con esta efeméride, he visto la serie La línea invisible, de Mariano Barroso, sobre los primeros atentados mortales de ETA, el año 1968. Es una obra bien realizada, pero debe ser considerad­a un documento sobre el presente más que una aproximaci­ón al pasado. Antoni Batista, buen conocedor del conflicto vasco, ha escrito en el Ara que “las versiones que eligen los guionistas son las oficiales, pero había otras: las que compartían la familia y la ETA más independen­tista que obrerista, sobre las cuales la serie pasa de puntillas, cuando no parodia”. Lo que más chirría en esta ficción basada en hechos reales es que la dictadura es presentada como el fondo difuminado de unas decisiones extremas, un contexto opresivo suavizado por un vintage que tiende a ser neutro y a borrar complejida­des. La memoria-prótesis que fabrican los medios de masas, para decirlo como la profesora Alison Landsberg, intenta colonizar y desplazar la memoria que debemos hacer nosotros, ciudadanos atrapados siempre entre la necesidad de tener la razón y el deseo de perdón.

Los vascos, así como el resto de los ciudadanos del Estado, tenemos el reto de hacer memoria

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