La Vanguardia

Agua de la mina

- Julià Guillamon

Días atrás, el señor Gabriel Borràs, en Twitter, habló de una casa de colonias a la que iba de pequeño. Me pareció que sabía qué casa era, otro usuario se sumó a la conversaci­ón y acabamos hablando de un lugar muy singular, en el Montseny, cerca del Molí de les Pipes y de una casa que se llama El Congost. Necesitaba­n abrir una acequia, pero aquel encaje de tierras es muy estrecho (por eso se llama congost: garganta) hicieron pasar la acequia por el interior de la pared, a pico y pala. Después, como a menudo sucede con las cosas del campo, surgió el efecto escenográf­ico. Cuando bajas por el sendero o si pasas por el puente que cruza la riera, ves aquella boca abierta y te parece una gruta de Gustave Doré. A mí me gustaba mucho pasar por el Congost hasta que la gente que vive allí ahora cerró el paso arbitraria­mente, lo que obliga a dar un largo rodeo inútil. Me peleé un par de veces con ellos pero los dejé por inútiles. Hay gente que se cree que está sola en el mundo: lo vemos estos días a cada momento.

La conversaci­ón me hizo pensar en minas y pozos, que son formas muy íntimas de relación con el agua. Tener un pozo o una mina era un requisito indispensa­ble para poder levantar una vivienda en una época en la que no existía agua industrial­izada. En el hostal de casa, que había sido molino, el agua de la mina entraba en el pozo. Cuando yo era niño no se utilizaba habitualme­nte: bebíamos y nos lavábamos con agua del pueblo (“de la calle”, decíamos). El agua de la mina tenía el prestigio de ser muy buena y la tomábamos a veces en la mesa, como un requisito. Yo nunca le encontré nada especial y creo que era más el mito del agua que manaba de la tierra y que además era nuestra, que el

Vino Pito que era uno de aquellos albañiles que llevaban los pantalones por debajo de la tripa

sabor. El pozo estaba en una especie de cava, donde instalaron los depósitos para el agua de la calle. Entrabas y oías un chorro que caía desde cierta altura, con un chapoteo irregular. En esta cava, mi madre guardaba cajas de vino y champán y cajones de fruta verde. En situacione­s excepciona­les, en las que me rebelaba con mala educación, me encerraban allí. La puerta tenía una rejilla, con un boquete redondo. Una vez me encerraron porque no quería comer fideos a la cazuela, que encontraba viscosos , y me escapé ampliando el agujero. Cuando fui mayor nos mirábamos el boquete para ver mi cinturita de niño .

Una de las experienci­as más potentes que he tenido, relacionad­as con el agua, fue el día que entré en la mina. Se había obstruido. Alguien del pueblo, que lo sabía del año de la Nana, nos dijo que se entraba por la calle de Maus, que estaba a tresciento­s o cuatrocien­tos metros de casa. Vino Pito, que era un de aquellos albañiles que llevan los pantalones por debajo de la tripa y que cuando se agachan enseñan las nalgas. Fuimos a la calle de Maus, encontramo­s la entrada, tapada con unas matas. Como que yo era chico, me hicieron entrar a gachas. Había una canalera por donde corría el agua, que estaba llena de tierra. Limpié un trozo, pero me asusté y salí corriendo a gatas. Sea como sea, la mina se desobstruy­ó y volvió a manar, no mucho, un hilo que con paciencia, permitía llenar una jarra de agua.

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