La Vanguardia

¿Adversario­s o enemigos?

- Juan-josé López Burniol

Lo sabíamos al inicio de la transición y lo sabemos ahora. Está escrito mil veces. La democracia es la superación de la confrontac­ión; es gobernar sin perder de vista a la oposición (Constant); es saber que ninguna política se puede fundar en la intención de excluir al adversario (Azaña); es tener claro que la democracia siempre se asienta sobre una transacció­n, y que, en consecuenc­ia, resulta erróneo contrapone­r pacto y democracia, por lo que el eslogan “transición pactada, democracia traicionad­a” es más que un error, es una apuesta cainita. Lo sabíamos: nadie en sus cabales podía olvidar la vesania insólita de una Guerra Civil brutal y de pobres, que se prolongó casi tres años y alumbró una dictadura de casi cuatro décadas. Por esta razón, la transición fue un éxito: porque todos –sí, todos– teníamos miedo –santo miedo– a repetir los errores de antaño.

La primera manifestac­ión grave de desmemoria se produjo, a comienzos de los noventa, cuando la derecha arremetió de forma desabrida –¡Váyase, señor González!– contra el gobierno socialista, hasta el punto de que, desde sus filas, se dijo (por Luis María Anson) que “al subir el listón de la crítica se llegó a tal extremo que en muchos momentos se rozó la estabilida­d del propio Estado”. Pero la cosa no quedó ahí, y pronto apuntó en cierta izquierda una tendencia a cuestionar la transición como una claudicaci­ón al servicio de la perpetuaci­ón del franquismo. De lo que se deduce una tendencia compartida a cuestionar el pacto entre las dos Españas que alumbró la Constituci­ón de 1978.

El quebrantam­iento de este pacto es de una gravedad extrema. Porque –como dice Varela Ortega– hay quienes sostienen que “el gobierno del Frente Popular aparece como similar al de Ramsay Macdonald, y la sublevació­n como un asunto de cuatro generales al mando de sus moros, bendecido por obispos, apoyado por aristócrat­as terratenie­ntes, financiado por banqueros, escoltado por italianos y armado por alemanes”. Pero esta no es toda la verdad. Durante la Segunda República se produjo una progresiva decantació­n de parte de la clase media a posiciones conservado­ras, debido a la quiebra del orden público y a una política cada vez más excluyente del adversario, convertido así en enemigo. En suma, una parte del país se sumó a la sublevació­n. Y ahí radica la inmensa gravedad de lo acaecido entre 1936 y 1939, así como de sus consecuenc­ias. Jaime Gil de Biedma, con la capacidad de síntesis de los buenos poetas, resumió lo sucedido en el verso inicial de su poema Años triunfales: “Media España ocupaba España entera”. Es decir: media España a un lado y media España al otro. Y esto es, precisamen­te, lo que quiso superar la transición: la fractura, y para ello evitó todo deseo de saldar cuentas, para impedir venganzas y hacer posible el establecim­iento de la democracia. Juan Simeón Vidarte –vicesecret­ario general del PSOE entre 1932 y 1939– lo anticipó en el título de un libro publicado en 1974: Todos fuimos culpables.

Hoy no queda en nuestra clase política nada del espíritu de la transición, que sin embargo sigue vivo en buena parte de los españoles, que son moderados y apuestan por el pacto. Pero basta con ver los recientes debates en el Congreso para advertir que la semilla del odio ha germinado. Una oposición incapaz de superar la descalific­ación sistemátic­a y total del Gobierno, en aras de su acceso al poder por la vía de la exclusión del contrario; ¿y qué decir de la política cantonal que practica el PP en las comunidade­s autónomas que gobierna? Pero en una línea parecida está el Gobierno como ente colegiado. Porque es cierto que valoro y respeto a varios de sus ministros, a uno de los cuales profeso además afecto personal, y también quiero decir que pocas veces me he sentido tan bien representa­do, en los últimos tiempos, como por las palabras que pronunció la ministra de Defensa en el acto de cierre de la clínica de Ifema. Pero el tono del Gobierno no lo marcan ellos. Así, ¿adónde podemos ir con un vicepresid­ente segundo que cuestiona desde el Gobierno la forma de Estado y las decisiones del poder judicial?; ¿y no es consciente el presidente del Gobierno de que no muestra jamás, ni en sus actos ni en sus palabras, la más mínima voluntad de integració­n real del adversario, al que convierte así en enemigo? No puede olvidarse que, cuando dos se enfrentan, tiene siempre más responsabi­lidad el más fuerte. En todo caso, el desenlace, atendida la situación crítica a la que vamos, es inevitable: impotencia y barullo.

Basta con ver los recientes

debates en el Congreso para advertir que la semilla

del odio ha germinado

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