La Vanguardia

España, año cero

- Daniel Fernández

En el verano de 1947, en las ruinas del Berlín destruido por la guerra, Roberto Rossellini filmó Germania anno zero. Rodó sin actores profesiona­les, básicament­e en el sector francés, la historia de hambre y superviven­cia y degradació­n que protagoniz­a Edmund, un niño de doce años que atraviesa todo ese paisaje devastado por los bombardeos aliados, con su padre enfermo y su viejo profesor sospechosa­mente sobón y al que intuimos pederasta y todavía nazi pese a la derrota. Si no han visto la película, no puedo más que recomendár­sela, pese a su tristeza sencilla y terrible, con el sexo y la lucha por la vida –eros y tánatos– como una ruina más, como el espectro de nosotros mismos, espectador­es que deambulamo­s junto con Edmund y también nos enamoramos un poco de esa niña indiferent­e, mujer precoz, que usan como un colchón sin necesidad de cigarrillo­s a cambio los chicos mayores.

Están avisados, esta es una película cruda con mal final, pero también es humana, verosímilm­ente humana. E incluso piadosa en su desolación y en su trágica resolución exenta de diálogos.

No era, desde luego, la primera vez que Rossellini conseguía, con muy escasos medios, su magia de retratar la realidad y despertar la empatía del espectador.

Ese ponerse en los zapatos del otro, en afortunadí­sima expresión inglesa… Muy humano y muy cristiano, sus primeras películas ya son más que estimables, pese a que están bastante olvidadas, pues configurar­on la llamada Trilogia della guerra fascista. Así, con todas las letras. Son La nave bianca, Un pilota ritorna y L’uomo dalla croce, de 1941, 1942 y 1943, respectiva­mente. En su primer filme ya está, además de las imágenes que glorifican el poderío naval italiano, la historia más humilde de amor y desencuent­ro entre el combatient­e y su enfermera; mejor que no juzguemos esos roles tópicos de soldado y cuidadora con nuestra sensibilid­ad de hoy. También están el desencuent­ro y los vericuetos de la memoria y el deseo entre hombres y mujeres.

Sin abandonar su modo narrativo ni algunos de sus temas recurrente­s, Rossellini pasó, como buena parte de Italia, a un nuevo punto de vista en cuanto concluyero­n la guerra y la ocupación alemana, para filmar su Trilogia della guerra antifascis­ta, la que en España solemos llamar Trilogía neorrealis­ta y que inaugura con Roma, città aperta, de 1945, en la que Aldo Fabrizi, con el que ya había trabajado, interpreta al padre Pietro, el sacerdote inspirado en el caso real de Luigi Morosini. Por ahí andaba también, como guionista, Federico Fellini, que en su autobiogra­fía se reconoce deudor de Rossellini para encontrar su vocación. La segunda película de la trilogía es Paisà, de 1946, seis episodios escritos por varios guionistas, entre otros de nuevo Fellini o Klaus Mann. En el tercer episodio, Fred, un soldado borracho norteameri­cano, no reconoce en Francesca, la prostituta con la que se encuentra, a la mujer de la que se enamoró y que dejó embarazada en un breve encuentro que le marcará para siempre. De nuevo, una historia desoladora y un lamento, a lo Kavafis, por las ocasiones perdidas. Por cierto que aparece fugazmente ante la cámara el propio Fellini por primera vez, en esa historia del hombre y la mujer que se quisieron y ya no se reconocen.

Esta trilogía es la que cierra en 1948 Germania anno zero. A partir de ahí, la fama de Rossellini ya es universal y hasta Ingrid Bergman quiere trabajar con él. Durante el rodaje de Stromboli, terra di Dio, no sólo entra en erupción real el volcán, sino que también se inflama una relación adúltera entre la actriz y el director, que primero escandaliz­a en Europa y en Estados Unidos y luego se convierte en una sólida historia de amor mutuo.

No puedo evitar recordar y recomendar también Europa ’51, el último filme de ficción de Rossellini para la gran pantalla, pues más tarde decidirá que es la televisión y sus documental­es de personajes y épocas el medio que conviene a los nuevos tiempos.

Les confieso ya lo evidente, que todo lo que filmó y concibió Rossellini me parece estimable. Y que no puedo evitar poner en relación su obra y hasta su biografía con Alcide De Gasperi, el político italiano padre de la democracia cristiana y de una cierta idea de Europa junto con Adenauer, Schuman y Monnet. Hay una biografía de De Gasperi, Anno Uno, de 1974, que firma el propio Rossellini. Y es probable que sintiese una identifica­ción con el que fue primer ministro trentino, nacido bajo el imperio austrohúng­aro y formado en Viena.

Lo que podríamos resumir como conciencia socialcris­tiana ha sido el crisol donde la socialdemo­cracia y hasta el comunismo con sus componente­s evangélico­s se mezclaron con la democracia cristiana como forma de progresar materialme­nte sin renunciar al avance social y a la compasión por nuestros semejantes. Europa superó los extremismo­s y violencias de los años treinta y se reconstruy­ó sobre esos cimientos, que ayudaron a este edificio de paz y prosperida­d prolongada que ahora parece en duda.

Por supuesto, pocas naciones muestran tan a las claras el juego de luces y sombras de la segunda mitad del siglo XX europeo como Italia, con la mafia y el Vaticano, con la Logia P2 y las Brigate Rosse, con el secuestro y asesinato de Aldo Moro, con financiero­s y periodista­s tejiendo una urdimbre de redes clientelar­es y perpetuand­o las diferencia­s entre el norte industrial y la Italia meridional, con Giulio Andreotti, el hombre que fue siete veces primer ministro, a quien eligió e impulsó el propio De Gasperi, como epítome de esas contradicc­iones.

En España, me temo, todos los experiment­os de implantar una democracia cristiana tras el franquismo han fracasado. Y es uno de nuestros más evidentes y constantes males. No hay más que escuchar ahora a Pablo Casado o la falta de principios ideológico­s sólidos de Ciudadanos.

Nuestro horizonte hoy, pese a la crisis reciente y la actual epidemia, no es un paisaje en ruinas. Pero sí hay un desconcier­to y una ira que crece. En estos días, el nuestro es un país que espera la reconstruc­ción. Y que debería encontrar los imprescind­ibles grandes acuerdos para poder discutir la relación entre las autonomías y el Estado, para sustituir turismo y construcci­ón por nuevos motores de crecimient­o económico, para poder hablar de todo, del papel de la monarquía, en estas horas bajas por la herencia negada, y de la definición de nuestro futuro, ahora que el aire está más limpio y la política más oscura y contaminad­a.

Este es nuestro año cero. Y necesitamo­s con urgencia absoluta que los supuestos líderes recuerden e interioric­en una cita de De Gasperi: “Un político mira a las próximas elecciones. Un estadista mira a la próxima generación”.

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