La Vanguardia

Presión social

- Arturo San Agustín

El miércoles decidí abandonar el triclinium y salir a la calle. Lucía el sol y esa circunstan­cia aliviaba el uso de la mascarilla. Además de favorecer una cierta imagen de necesaria solidarida­d, la mascarilla permite pasar desapercib­ido. Un poco más desapercib­ido. Porque a algunos, gracias al periodismo, son bastantes los lectores que se nos acercan y o bien nos abroncan, nos sugieren temas o nos devuelven a la realidad.

Pues bien, el miércoles, lo primero que pude observar al salir a la calle fue que la realidad, pese a los aplausos y conciertos de balcón, no ha cambiado. Los dueños de algunos perros siguen permitiend­o que se caguen y meen donde les apetece. Los contenedor­es apestan y, en general, las calles de Barcelona, pese a la ausencia de turistas y aborígenes, están mucho más sucias que en los peores momentos turísticos.

El miércoles también pude observar que varias parejas, en diferentes calles, discutían. Lo que sugería que la reclusión compartida durante demasiados días deja huellas evidentes. Las discusione­s en la calle las suelen liderar las mujeres, que son las que más gritan. Los hombres miran a su alrededor e intentan disimular. De lo cual podría deducirse que muchas de esas mujeres deben tener razón.

Fue al regresar a casa cuando un ciudadano me saludó y, desde la distancia que ahora llaman “social”, me dio un toque de realismo. El hombre, que debía ser de mi edad, me preguntó que a qué esperábamo­s

En la calle, la realidad, a pesar de los aplausos y conciertos de balcón, no ha cambiado

los periodista­s para favorecer la cada vez más necesaria presión social. Porque, según el ciudadano barcelonés, la presión social depende mucho de los medios de comunicaci­ón. “La distancia social está muy bien, pero la presión social a nuestros políticos es una necesidad muy urgente”.

Ya en casa, y de nuevo tumbado en el triclinium, comencé a pensar en la presión social, pero las ramas del enorme plátano de sombra que, desde hace dos años, araña dos ventanas de mi piso y un balcón, me lo impidieron. Hablo de un plátano que en dos años no ha sido podado y que casi todas las tardes y algunas noches de vendaval es agitado por un viento que no parece propio de esta ciudad. Sus ramas no sólo arañan los cristales de mis ventanas sino que cuando el viento se cabrea las golpean violentame­nte. La cosa tiene argumentos de novela gótica. ¿Son consciente­s los responsabl­es municipale­s de las podas que el viento zarandea las copas de los plátanos?

Mi problema con el vecino plátano lo denuncié en su momento en una de esas oficinas virtuales tan amables como ineficaces. Meses después, al no obtener respuesta, me dirigí a la Oficina de Atención Ciudadana del Eixample, que está en la calle Aragó. También allí fueron muy amables. Un mes después recibí una carta del Ayuntamien­to donde me decían que el plátano no golpeaba mi intimidad. Se confundier­on de plátano y de fachada.

Quizá sí hemos de fomentar la presión social. Quienes nos pastorean, me refiero a los incompeten­tes, seguirán sin hacernos caso, pero se lo pondremos un poco más difícil.

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