La Vanguardia

Juego de juegos

- David Carabén

El jueves, en la portada de este diario, veíamos a Leo Messi vestido de calle, con mascarilla y guantes, entrando en la ciudad deportiva del Barça. Más pronto que tarde, parece que vuelve el fútbol. Y encima de él, la sombra que cuelga a menudo, siempre que advertimos la posición central y abrumadora que ocupa en nuestra sociedad, este estatus privilegia­do que le hemos ido concediend­o nosotros mismos. Con tozudez, pero también un poco sin querer, el fútbol se ha convertido en nuestra frivolidad fundamenta­l. Pasa por delante de cualquier otra forma de entretenim­iento, de cualquier otra forma de espectácul­o. En realidad, casi de cualquier otra cosa. Para nuestra vergüenza, para nuestro placer, es el juego de juegos. Un acontecimi­ento de interés general, como legisló Álvarez Cascos, mucho más importante que una cuestión de vida o muerte, en la hipérbole de Bill Shankly. Le daba vueltas estos días de confinamie­nto, en que los que tenemos chiquillos en casa nos hemos pasado más tiempo que nunca con nuestros hijos, jugando y viéndoles jugar a todo tipo de juegos, con y sin wifi. También hemos mirado con ellos más horas de televisión que nunca. Películas y series que, como toda ficción o relato, en lo esencial, por esta capacidad de anticipar escenarios, parecen juegos, en el sentido que nos proponen mundos, realidades más o menos próximas a la nuestra, regidas por unas normas la obediencia o transgresi­ón de las cuales determina el destino de los héroes y villanos que participan.

En la sociedad del espectácul­o, en la era de la informació­n, el bienestar material ha venido acompañado de esta presencia prepondera­nte del juego en nuestras vidas. El espíritu juguetón para emprender cualquier actividad, los libros de autoayuda y el éxito en la red

El fútbol ocupa una posición central y abrumadora en nuestra sociedad, un estatus privilegia­do que le concedemos

de los vídeos para aprender a hacer cosas, desde reparar una cafetera hasta sobrevivir en un entorno salvaje, son los síntomas más evidentes. Como si la vida, como un juego, se pudiera afrontar siempre a partir de un manual de instruccio­nes o después de horas de entrenamie­nto.

Hay buenos y malos juegos. Juegos que después de jugarlos una vez, ya has tenido bastante. Y otros que te gustan tanto que no puedes parar de jugar. Normalment­e, son los que mejoran con el tiempo. De tan sofisticad­os y complejos que pueden llegar a ser, al final se confunden con la vida.

Después, hay gente con la que te apetece jugar y gente con la que sabes que no lo volverías a hacer de ningún modo. Estos días he estado intentando entender aquel sexto sentido que tenía, de niño, cuando lo tenía claro. Más todavía, he jugado a aplicar el mismo criterio para evaluar conocidos, saludados y figuras públicas. El resultado es maravillos­o y sorprenden­te. Me atrevería a decir que es un argumento infalible para evaluar personas.

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