La Vanguardia

La rebelión de la peluquera

- FUTUROS IMPERFECTO­S Màrius Carol

Una peluquera de Dallas es la nueva heroína del movimiento que se opone a las restriccio­nes en Estados Unidos, que cuenta con la simpatía de Donald Trump, más preocupado por la economía del país que por la salud de sus ciudadanos. Shelley Luther desafió las normas de confinamie­nto impuestas por Gregory Wayne Abbot, el gobernador de Texas que pertenece al ala más conservado­ra del partido republican­o, y reabrió su Salon à la mode antes de tiempo. Ello le comportó una multa y una orden judicial para que cesara las actividade­s, que rompió públicamen­te ante un gentío que la apoyaba, mientras desafiaba al juez del condado Clay Jenkins a que viniera a por ella. Dicho y hecho, a las pocas horas se le acumulaban los cargos, incluido el de desacato a una orden judicial. Eric Moyé ,un juez de mayor rango, intervino para solucionar el caso sin que se convirtier­a en drama. Le ofreció reconocer su error, pedir perdón y acatar la normativa. Pero Luther se negó en redondo, aceptando ir a la cárcel con el argumento de que, si cerraba, no podría dar de comer a sus hijos. La condena fue de siete días de cárcel y 7.000 dólares de multa.

Fue tal la oleada de protestas, que el gobernador adelantó a ayer la apertura de peluquería­s, al tiempo que el Tribunal Supremo de Texas decretaba la libertad sin fianza de la rebelde. Centenares de personas la recibieron como la heroína anticonfin­amiento. La Fox la entronizó como su nueva estrella.

Alejandro Dumas, que era un excelente novelista y un ciudadano sensato escribió que “los locos y los héroes son dos clases de imbéciles que se parecen bastante”. Y es que lo que hizo Luther es más propio del salvaje Oeste que del aparenteme­nte civilizado siglo XXI. Poner en peligro su salud y la de los clientes sin medidas especiales de higiene, saltarse no solo la normativa sino también las órdenes de los jueces y provocar a las autoridade­s en público es impropio de gente respetable. Aunque también hemos visto a centenares de manifestan­tes armados en los pasillos del Capitolio de Michigan para protestar en contra de las restriccio­nes por el coronaviru­s sin que se detuviera a nadie.

Es curioso, porque la historia cita casos de peluqueros que pensaron que eran un servicio público imprescind­ible y que se jugaron la vida por ello. Indro Montanelli contó en sus memorias como después del celebre discurso de Winston Churchill en los Comunes, donde pidió a los británicos sangre, sudor y lágrimas, había aguardado a que acudiesen a cogerlo con una camisa de fuerza. “Después me di cuenta de que ya estaba en un manicomio: era Inglaterra,” le dijo, pues fue a visitar un barrio arrasado por las bombas y, entre los escombros, vio una barbería milagrosam­ente intacta con el cartel “Business as usual” (Aquí no pasa nada). Impresiona­do, soltó un discurso patriótico sobre el orgullo de conducir un pueblo que daba pruebas de una entereza como aquella. Pero el barbero londinense no desafió a las autoridade­s ni a la ciencia. Solo mostró valor. El gesto de Dallas, en cambio, fue una locura reaccionar­ia.

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