Rushdie quijotesco
Entre las múltiples formas de dividir con ánimo muy generalista a los escritores, está la perspectiva alimentaria, que establecería una distinción entre omnívoros y veganos. Los primeros buscan aporte energético para sus historias en toda suerte de sustancias orgánicas –léase géneros, lo que implica un cultivo extensivo de terrenos imaginativos– mientras que los segundos apuestan por acotar los ingredientes –sus historias tienden a la circunscripción, a privilegiar el desplazamiento por zonas ya cartografiadas–.
Desde Hijos de la medianoche, una de las novelas más ambiciosas y deslumbrantes de la ficción anglosajona del siglo pasado, Salman Rushdie (Bombay, 1947) –imbuido quizá por el hecho de haber nacido el mismo año en que se partía el territorio indio, una falla capaz de revelar la proximidad entre realidad y fantasía– apostó por una vía omnívora de máximos, por entender la novela como un contenedor infinito, tierra de acogida a todos los credos que veneran a la santa literatura. Encomiable y atractivo en la teoría pero con el riesgo de incurrir en el exceso, de atiborrarte frente a un self service ilimitado, lo que queda de manifiesto en su último trabajo, Quijote, finalista del Man Booker Prize.
Sólo parecía cuestión de tiempo que un autor de claro perfil quijotesco, en tanto que poseído por una imaginación rayana en lo delirante y animado por la intención de emprender retos que para muchos de sus colegas se antojarían desaforados, abordara al Caballero de la Triste Figura. Ahora bien, no estamos frente a una mera reformulación de las vicisitudes del clásico de Cervantes sino que este sirve como núcleo en torno al cual tejer un pastiche, donde la novela de caballerías 2.0 convive con la novela de carretera, de iniciación, apocalíptica, de espionaje, de ciencia ficción, de denuncia social, el culebrón familiar, el thriller… y todo esto al servicio último de la reflexión metaliteraria.
Un escritor de bestsellers mediocres, Sam Duchamp, crea a un personaje, Qui
jote, un representante de productos farmacéuticos que cae prendado de una estrella de la televisión adicta a los opiáceos, Salma R (sic), emprendiendo un largo viaje en coche por Estados Unidos –en el transcurso del cual, además de sortear numerosos peligros, su mente alumbra a un hijo, Sancho, que acaba por adquirir entidad corpórea– para conquistar su corazón. Duchamp vuelca en Quijote elementos de su carácter y de su historia personal, proyectando en los obstáculos a su paso algunas de las cuentas pendientes de su propia vida, sobre todo el distanciamiento con su vástago y la difícil reconciliación con su hermana. Ambos mundos van filtrándose el uno en el otro, funcionando al modo de vasos comunicantes o campos de fuerzas gravitatorios, de tal modo que lo disparatado de la novela coloniza aspectos de la realidad y esta improvisa los senderos que va tomando el relato.
Arrojando multitud de géneros a un túrmix de tamaño industrial, Rushdie ha escrito una novela expansiva, gozosamente absurda y divertida en muchos momentos, que se diría más conseguida como invitación a pensar en la disolución de la cordura ante el ataque coordinado de factores de desestabilización –la televisión basura, las drogas, el activismo hacker, los populismos, los atentados contra el planeta…– que como artefacto narrativo, demasiado sensible a las arritmias y la dispersión, que con frecuencia se pierde en sus laberintos meta y fuerza en demasía el juego de muñecas rusas. El lector omnívoro, eso sí, aquel para el que la acumulación nunca es señal de entropía, la amará con incondicionalidadcaballeresca. |