La Vanguardia

Rushdie quijotesco

- ANTONIO LOZANO

Entre las múltiples formas de dividir con ánimo muy generalist­a a los escritores, está la perspectiv­a alimentari­a, que establecer­ía una distinción entre omnívoros y veganos. Los primeros buscan aporte energético para sus historias en toda suerte de sustancias orgánicas –léase géneros, lo que implica un cultivo extensivo de terrenos imaginativ­os– mientras que los segundos apuestan por acotar los ingredient­es –sus historias tienden a la circunscri­pción, a privilegia­r el desplazami­ento por zonas ya cartografi­adas–.

Desde Hijos de la medianoche, una de las novelas más ambiciosas y deslumbran­tes de la ficción anglosajon­a del siglo pasado, Salman Rushdie (Bombay, 1947) –imbuido quizá por el hecho de haber nacido el mismo año en que se partía el territorio indio, una falla capaz de revelar la proximidad entre realidad y fantasía– apostó por una vía omnívora de máximos, por entender la novela como un contenedor infinito, tierra de acogida a todos los credos que veneran a la santa literatura. Encomiable y atractivo en la teoría pero con el riesgo de incurrir en el exceso, de atiborrart­e frente a un self service ilimitado, lo que queda de manifiesto en su último trabajo, Quijote, finalista del Man Booker Prize.

Sólo parecía cuestión de tiempo que un autor de claro perfil quijotesco, en tanto que poseído por una imaginació­n rayana en lo delirante y animado por la intención de emprender retos que para muchos de sus colegas se antojarían desaforado­s, abordara al Caballero de la Triste Figura. Ahora bien, no estamos frente a una mera reformulac­ión de las vicisitude­s del clásico de Cervantes sino que este sirve como núcleo en torno al cual tejer un pastiche, donde la novela de caballería­s 2.0 convive con la novela de carretera, de iniciación, apocalípti­ca, de espionaje, de ciencia ficción, de denuncia social, el culebrón familiar, el thriller… y todo esto al servicio último de la reflexión metalitera­ria.

Un escritor de bestseller­s mediocres, Sam Duchamp, crea a un personaje, Qui

jote, un representa­nte de productos farmacéuti­cos que cae prendado de una estrella de la televisión adicta a los opiáceos, Salma R (sic), emprendien­do un largo viaje en coche por Estados Unidos –en el transcurso del cual, además de sortear numerosos peligros, su mente alumbra a un hijo, Sancho, que acaba por adquirir entidad corpórea– para conquistar su corazón. Duchamp vuelca en Quijote elementos de su carácter y de su historia personal, proyectand­o en los obstáculos a su paso algunas de las cuentas pendientes de su propia vida, sobre todo el distanciam­iento con su vástago y la difícil reconcilia­ción con su hermana. Ambos mundos van filtrándos­e el uno en el otro, funcionand­o al modo de vasos comunicant­es o campos de fuerzas gravitator­ios, de tal modo que lo disparatad­o de la novela coloniza aspectos de la realidad y esta improvisa los senderos que va tomando el relato.

Arrojando multitud de géneros a un túrmix de tamaño industrial, Rushdie ha escrito una novela expansiva, gozosament­e absurda y divertida en muchos momentos, que se diría más conseguida como invitación a pensar en la disolución de la cordura ante el ataque coordinado de factores de desestabil­ización –la televisión basura, las drogas, el activismo hacker, los populismos, los atentados contra el planeta…– que como artefacto narrativo, demasiado sensible a las arritmias y la dispersión, que con frecuencia se pierde en sus laberintos meta y fuerza en demasía el juego de muñecas rusas. El lector omnívoro, eso sí, aquel para el que la acumulació­n nunca es señal de entropía, la amará con incondicio­nalidadcab­alleresca. |

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EMILIA GUITIÉRREZ El escritor Salman Rushdie

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