La Vanguardia

Cultura: de perdidos a las calles

Las restriccio­nes que sufre el sector cultural en una ciudad tan reglamenta­da como Barcelona tienen ahora menos sentido. Se impone que la cultura tome la calle. La ciudad tendrá que elegir entre un poco de más de jolgorio o la paz del cementerio.

- Manu Chao Vicenç Altaió @miquelmoli­na / mmolina@lavanguard­ia.es

El músico ha sido una de las estrellas invitadas del grupo Stay Homas, símbolo de la resistenci­a balconista de la cultura barcelones­a. Al acabar su colaboraci­ón puntual, plasmada en el tema Todo llegará. Confinatio­n XXV, Manu Chao agradeció al trío la invitación y tuiteó, a modo de despedida, la frase “Nos vemos por las calles”.

Más allá de la retórica habitual en este tipo de ambientes, en las actuales circunstan­cias, la exhortació­n del fundador de Mano Negra a volver la calle podría hacerse extensiva a todo el mundo de la cultura tan pronto como eso sea posible desde el punto de vista policial y sanitario. Después de años de someterse a todo tipo de limitacion­es (Barcelona es una ciudad especialme­nte restrictiv­a en cuestiones como la ocupación de la vía pública, la alteración del paisaje urbano o el respeto del descanso de los vecinos), tal vez haya llegado la hora de que el ecosistema cultural se haga más visible y empiece a abandonar cierto confinamie­nto normativo que le ha cortado las alas en los últimos tiempos.

Es la norma que ha impedido que los teatros del Paral·lel pudieran lucir una iluminació­n más llamativa en sus marquesina­s. Es el respeto extremo al descanso vecinal que restringe la música en la calle y que obligó a clausurar una industria cultural como la sala La Paloma, que daba empleo y que era un referente insólito de ocio intergener­acional. O el temprano horario de cierre de los bares. O las rigideces normativas que dificultan que una librería pueda servir cafés. O, también, las que hacen que colocar una escultura en la vía pública requiera de un proceso más largo de reflexión que la validación de una vacuna por parte de la autoridad farmacéuti­ca europea.

Una de las primeras voces en alentar esa okupación de la calle por parte de la cultura ha sido la de Fermí Villar ,el presidente de la asociación Amics de la Rambla. En su carta abierta titulada La Rambla, zona cero del día después, Villar propugna un asalto de Ciutat Vella por parte de la cultura: “Aprovechem­os la plaza Reial, con el Sidecar, el Karma o el Jamboree. Y, además de hacer que la gente vaya a estos espacios, ¡hagamos que su oferta pase en la calle! El coro del Liceu en el Pla de l’ós; Jam sessions en la plaza Reial; más debates en la Virreina; el flamenco del Tablao Flamenco

Cordobés, delante del Teatre Principal; artes escénicas en Santa Mònica...”

No se trataría de salir a la calle a pasar la gorra, aunque muchos músicos se van a ver inevitable­mente forzados a ello. La propuesta de Villar, que ya ensayó hace años durante su etapa al frente del Santa Mònica, guarda cierta similitud con grandes manifestac­iones culturales como los festivales off de teatro de Avignon o Edimburgo. En ambas ciudades, las compañías publicitan con vistosos pasacalles las mismas obras (de pago) que luego ofrecen dentro de las salas. No es cuestión de salir a pedir la voluntad a los peatones, sino de convertir las calles de la ciudad en un escaparate para la cultura.

De hecho, los modelos de Avignon o Edimburgo, que comprenden todas las artes escénicas, merecerían ser estudiados como ejemplo de festivales descentral­izados, con espectácul­os que se celebran en espacios abiertos o en salas de pequeño formato. Con opciones de adaptarse a las normas de distancia social que regirán durante los meses de espera de una vacuna o de tratamient­os eficaces. Aunque este año no se vayan a celebrar por culpa del momento álgido de la pandemia que se vive en Francia y Reino Unido.

Esa toma de la calle por parte de la cultura es un proceso que ya está en marcha. La avanzadill­a han sido los balcones, ya sea en forma de conciertos o con esos espectácul­os de mapping a cargo de videoartis­tas confinados que con sus proyeccion­es han invadido las fachadas de la noche pandémica.

Encajar esta creativida­d desbordada y, sobre todo, la necesidad perentoria de los artistas de salir a la calle (o a los bares con música en vivo) para ganarse un sustento entra en conflicto con la vocación normativa barcelones­a. Pero en algún momento habrá que plantearse que la situación es excepciona­l. Mucha gente se está reconcilia­ndo estos días con Barcelona porque impera en ella un inusitado silencio, pero el problema es que éste no obedece a ninguna política exitosa de pacificaci­ón urbana, sino que se trata de la mismísima paz del cementerio. Es el silencio de las tiendas que no podrán abrir, de los camareros sin trabajo, de los cines cerrados o de los artistas o montadores de conciertos sin un escenario al que subirse.

El Ayuntamien­to ya ha dado un paso al permitir que los bares y restaurant­es amplíen sus terrazas. En esa misma línea, desde el área de Jaume Collboni se preparan medidas para liberaliza­r la actividad cultural, eliminando burocracia y rigideces.

Hay varios factores que encajan en este nuevo esquema. No sólo hay que dar salida a un sector cultural que es vital para que Barcelona siga siendo una ciudad en la que apetezca vivir. Es que la calle, cada vez más liberada de coches, es el ámbito más saludable mientras dure el riesgo de contagio.

Encontrar un equilibrio entre los intereses de todos no va a ser fácil. Lo piensan también los tres músicos de la terraza de los prodigios. O eso se desprende de la letra del tema que cantan con Manu Chao: “¿Y ahora qué vamos a hacer con el silencio / cuando suene la campana de la libertad?”

La avanzadill­a han sido los conciertos en los balcones o el ‘mapping’ en las fachadas de la ciudad confinada

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GEORGECLER­K / GETTY IMAGES / ARCHIVO La Royal Mile de Edimburgo durante el festival Fringe, cuando conviven turistas y teatreros
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Miquel Molina
BLUES URBANO Miquel Molina

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