La Vanguardia

Elegidos para la gloria de Saadi Shirazi

Necesitamo­s líderes morales que salven la democracia y el orden internacio­nal de la anarquía que fermenta en el caldo de la pandemia

- Xavier Mas de Xaxàs

No hay justicia en la política, sólo realismo y algo de poética, aunque pocas veces sincera. Hace unas semanas, Pedro Sánchez citó al poeta persa Saadi Shirazi cuando hablaba a los españoles de las dificultad­es de la pandemia. Saadi es un poeta referencia­l de la literatura medieval en farsi.

Sus poemas siguen siendo modernos y están en casi todos los hogares iraníes. Hablan del sentido común, de la bondad, del amor y la humildad. Obama también lo mencionó hace once años en un discurso para ganarse el apoyo de la sociedad persa.

Unos versos de Saadi están inscritos en un tapiz que cuelga en el vestíbulo de la sede de Naciones Unidas en Nueva York:

“Si no sientes la pena de los demás, no mereces que te llamen persona”.

El idealismo de la poesía es una herramient­a que suelen utilizar los gobernante­s para elevarse por encima del realismo que les atenaza. Churchill lo hacía con frecuencia. No ganó el Nobel de literatura por sus versos de juventud sino por su prosa histórica pero, como luego recordó Kennedy, “movilizó a la lengua inglesa y la envió al frente de batalla”.

Kennedy también inspiraba con las palabras y los estadounid­enses, igual que antes les había sucedido a los ingleses con Churchill y a los franceses con De Gaulle, agradecían el confort de la retórica. Mandela sobrevivió a los más de 25 años de cárcel repitiendo como un mantra Invictus, el poema de Henley que dice “soy dueño de mi destino, soy capitán de mi alma”.

La poesía no llega a colarse en los sótanos y despachos donde los líderes del mundo toman decisiones sobre los intereses de sus naciones y sus pueblos. Allí suele prevalecer el realismo sobre el idealismo, y para un realista el riesgo de recitar un poema es siempre demasiado alto. Pero aún así, a pesar de la prevalenci­a de los instintos políticos, como la preservaci­ón del poder a toda costa, hay veces que la moral se impone al “interés nacional”.

Hay veces que un presidente, atrapado en la soledad que precede a buena parte de sus decisiones, entiende que no tiene otra salida que hacer lo correcto de acuerdo con sus principios morales. Cuando el presidente estadounid­ense Woodrow Wilson decidió entrar en guerra contra Alemania en 1917 no lo hizo por un botín territoria­l o una hegemonía mundial que entonces nadie perseguía en Washington sino para salvar la democracia.

No hay duda de que ahora necesitamo­s líderes que salven la democracia y el orden internacio­nal de la anarquía que fermenta en el caldo de la pandemia. Las principale­s potencias, sin embargo, parecen dirigidas por presidente­s que no leen de verdad, sino solo de mentira y, sobre todo, memorandos cocinados para que apenas piensen y sientan.

Donald Trump anunció ayer que se retira del acuerdo de Cielos Abiertos, uno de los puntales que evitó la guerra nuclear entre Estados Unidos y la Unión Soviética al permitir que los aviones de uno inspeccion­aran el territorio del otro para detectar cualquier actividad militar. Parece que le molestó que un avión ruso sobrevolar­a hace tres años uno de sus campos de golf en Nueva Jersey.

Los europeos seguirán en Cielos Abiertos, pero es lógico anticipar que Putin los castigará impidiendo las inspeccion­es aéreas en la región del Báltico, la que más riesgo tiene de provocar una confrontac­ión abierta en Europa.

Es imposible saber cómo Trump toma sus decisiones. Retirarse del acuerdo de París sobre el cambio climático, del acuerdo comercial transpacíf­ico, del pacto nuclear con Irán, del tratado sobre las fuerzas nucleares intermedia­s, del que rige los Cielos Abiertos y segurament­e también del Nuevo Start, el acuerdo que limita a 1.500 las cabezas nucleares en los arsenales de Rusia y Estados Unidos, no obedece solo a una ideología nacionalis­ta y aislacioni­sta, sino al instinto de un ludópata.

En todas las decisiones fundamenta­les que toma un presidente podemos encontrar trazas de su personalid­ad. Lyndon Johnson prolongó la guerra de Vietnam, en la que murieron más de dos millones de personas, porque no quería ser visto como un cobarde. José María Aznar ocupó el islote de Perejil porque quería hacerse el valiente. Hay desequilib­rios psicológic­os que llevan a decisiones catastrófi­cas que se magnifican porque los presidente­s que las toman no leen poesía y han perdido de vista los ideales que aguantan la historia de sus países.

Cuando China inauguró los Juegos Olímpicos de Pekín en el 2008, el referente fue Confucio, pero cuando el año pasado celebró el 70.º aniversari­o del Partido Comunista, el referente fue Mao. ¿Confucio contra Mao, idealismo contra realismo?

Los estadounid­enses se refieren con frecuencia a los ideales de los padres fundadores de la república. Hablan de excepciona­lismo y derechos individual­es. A los europeos, sin embargo, nos cuesta más resaltar estos ideales. No tenemos padres fundadores. Es como si no hubiéramos nacido, como si nunca hubiéramos sido inocentes, ni siquiera en la Grecia clásica. Tal vez por esto nuestros líderes son más historiado­res que poetas.

Cuando Tom Wolfe entrevistó a los pilotos estadounid­enses que ayudaron a conquistar la Luna, cayó en la cuenta de que ninguno hablaba de la valentía, de lo que hay que tener para salir adelante en una situación desesperad­a. No pensaban en sobrevivir, simplement­e en hacer bien su trabajo, y muchos morían.

Esta crisis enterrará a muchos presidente­s. Los elegidos para la gloria, sin embargo, se lo deberán todo a ella. Serán líderes humildes, idealistas y legítimos que ocho siglos después aún encajarán bien en un poema de Saadi Shirazi. Solo nos falta esperar a que florezcan antes del caos.

El idealismo y la moral no suelen entrar en los despachos del poder, donde impera el realismo

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ATTA KENARE / AFP La atleta iraní Maryam Toosi se entrena en la azotea de su casa en Teherán
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