La Vanguardia

Y, al norte, está Alemania

- Juan-josé López Burniol

La Unión Europea ha sido y es el proyecto político mundial más sugestivo y exitoso del último siglo. Así debe reconocers­e desde España, para la que Europa fue, en tiempos oscuros, un referente y una meta de libertad y democracia, y luego ha sido un factor de estabilida­d y la fuente de una amplia ayuda material que ha facilitado su desarrollo social y económico. Por tanto, estas líneas no son una crítica a la Unión, sino una expresión de preocupaci­ón por su futuro basada en una percepción: la posible ausencia de un liderazgo fuerte capaz de seguir impulsando el proceso de integració­n federal europea sobre la única base posible: la supeditaci­ón de los intereses nacionales al interés general europeo. Porque resulta evidente que, hoy por hoy, este liderazgo correspond­ería a Alemania. Y es ahí donde surge la duda: ¿quiere Alemania asumir el liderazgo europeo en tales términos? La pregunta puede parecer ingenua, pero no lo es. Ya, desde los albores de la Unión, los intereses nacionales han sido determinan­tes. Cuenta Jacques Delors (La France par l’europe, 1988) que “crear Europa es una forma de recuperar ese margen de libertad necesario para una cierta idea de Francia”; y el canciller alemán Konrad Adenauer respondió en el acto a la primera propuesta de unión respondien­do que “esta es nuestra oportunida­d”, porque solo a través de esta entidad supranacio­nal podía la nueva República Federal Alemana aspirar a reincorpor­arse a la comunidad internacio­nal en términos de igualdad. No es absurdo, por tanto, plantearse ahora dicha pregunta.

Mi respuesta es negativa, sin que ello implique ninguna crítica, pues cada Estado es libre de proyectar su política internacio­nal según sus intereses. Las razones en que me fundo son dos: 1) Alemania ha pretendido en tres ocasiones, desde 1914, hacerse con la hegemonía continenta­l europea: en las dos primeras por la fuerza de las armas, y no lo logró, y a la tercera, le ha venido dada por el espacio económico y financiero unificado (un mercado, una moneda) de la Unión Europea. En 1914, poco antes de que estallase la guerra europea, el industrial alemán Hugo Stinnes alertó a sus compatriot­as contra la guerra, afirmando que el verdadero poder de Alemania era económico y no militar:

“Permitan tres o cuatro años más de desarrollo pacífico y Alemania será el amo económico indiscutib­le de Europa”. 2) Alemania se proyecta históricam­ente más hacia el este que hacia el oeste, por la Europa Central (Mitteleuro­pa) y, bajando por el Danubio, hasta la Europa del sudeste. Sebastian Haffner sostiene –El pacto con el diablo, 1988– algo sorprenden­te: que, tras el tratado de Rapallo (1922), “la cooperació­n militar secreta entre Rusia y Alemania (fue) más estrecha que la que jamás hubo entre dos estados, incluso aliados”; y que, tras la Gran Depresión, “para la industria pesada alemana el mercado ruso era entonces primordial”, pues “se mantenía a flote casi únicamente gracias a los crecientes pedidos rusos (…) para el programa de industrial­ización del primer plan quinquenal”. Todo ello con el apoyo de la derecha y la resignació­n de la izquierda alemanas.

Quizá la inercia de la historia explique que a Alemania ya le vaya bien con el nivel de integració­n económica y financiera alcanzado hasta hoy por la Unión Europea, que le permite, junto con Holanda, ser los máximos beneficiar­ios del mercado común. ¿Para qué dar un paso más en un proceso de federaliza­ción europea que erosionarí­a su preciada soberanía? En esta línea se inscribe la reciente sentencia del Tribunal Constituci­onal alemán, que hace tabla rasa del sistema judicial europeo al vulnerar el principio de primacía del derecho de la Unión.

Ninguna recriminac­ión por ello. Solo una pregunta: ¿les sigue interesand­o a los países del sur continuar participan­do en este proyecto en tales condicione­s? Quizá sí. No lo sé. Pero tal vez no les compense haber perdido el control de su propia moneda para –por ejemplo– devaluarla en una situación de crisis como la presente. Escribe Margaret Mcmillan (en 1914) que el emperador Francisco José de Austria, un germano medio –muy medio–, decía con frecuencia: “Dios nos ayude si alguna vez nos permitimos caer en el estilo de las razas latinas”. Quizá algo de esto subyazca también en ciertas declaracio­nes recientes, que han venido del norte. Lo que nos lleva a una conclusión ni pugnaz ni dramática: todos –norte y sur– hemos de repensar lo que queremos y como lo queremos. Sabiendo, eso sí, que los mejores proyectos también fracasan a veces.

Tal vez a los países del sur no les compense haber perdido el control de su propia moneda

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