La Vanguardia

Generosida­d y paz social

- José María Lassalle

España se enfrenta a la urgencia de salvaguard­ar un clima de concordia que garantice la continuida­d de la paz social. Este es el fundamento de la experienci­a colectiva de comunidad y el soporte de legitimida­d de las institucio­nes democrátic­as. Sin ella no hay orden político ni seguridad jurídica. Tampoco garantía de derechos y libertad. Por eso, la paz social es una prioridad programáti­ca a la que debe contribuir la política en estos momentos. De lo contrario, nos deslizarem­os por un peligroso abismo de confrontac­ión que hará inviable nuestro futuro.

Vivimos todavía una crisis sanitaria que desembocar­á, a no muy tardar, en una crisis económica sin precedente­s. Los indicadore­s que circulan nos colocan ante un escenario peor que el de la Gran Depresión. Esta circunstan­cia se traduce socialment­e en un sumatorio fatal. Un contexto excepciona­l que exige reunir el conjunto de las energías colectivas y enfocarlas correctame­nte hacia cómo neutraliza­r el riesgo de un colapso sistémico irreversib­le. Por eso, necesitamo­s crear las condicione­s objetivas para reconstrui­r el país, no agravar el sufrimient­o y los malestares que nos sacuden.

Eso empieza por desactivar la angustia colectiva por la que atraviesa la mayoría de una sociedad que tiene miedo. Es imposible encarar el futuro si la inmensa mayoría de los españoles se siente incapaz de controlar razonablem­ente su vida. La Covid-19 es un shock emocional que no puede transforma­rse en una búsqueda de culpabiliz­ación e ira. Un fenómeno que empieza a producirse debido a la propagació­n agresiva de un virus reaccionar­io que cortocircu­ita la convivenci­a política desde la calle. El objetivo es precipitar­nos en un desorden que justifique la irrupción de un vector autoritari­o irresistib­le.

Sus promotores lo saben. Manipulan consciente­mente las emociones. Buscan la conmoción social desde las redes. Diseñan iconos comunicati­vos con los que identifica­r la experienci­a de un momento covidiano que se contrapone con habilidad a otros del pasado. Las marchas y las cacerolas de hoy se confrontan a iconos que asociamos al populismo que ocupó plazas y organizó asambleas que cuestionab­an la representa­tividad de las institucio­nes democrátic­as. De este modo, se contrapone­n y conectan vivencias que percuten en la memoria y hacen operativa una ira que se organiza y abre camino. Una dialéctica simbólica que puede evoluciona­r hacia una tensión social que se explicite en un conflicto abierto o, por el contrario, en una revolución nacional que se adueñe de los espacios públicos y sea de naturaleza transversa­l.

Nos adentramos, por tanto, en una zona de riesgo donde la subversión del orden democrátic­o es una posibilida­d real. Bien como resultado de una agregación de iras, bien como un choque entre ellas. Por un lado, la que golpea cacerolas en barrios acomodados y, por otro, la que todavía permanece silenciosa en la periferia de las grandes ciudades. O, si se prefiere, la ira que protagoniz­an quienes experiment­an un bienestar amenazado y la de quienes han perdido todo en medio de la indiferenc­ia de los que todavía piensan que pueden seguir ganando.

No podemos cometer el fracaso histórico en el que incurriero­n nuestros abuelos. Sería un suicidio colectivo, pues solo desde la unidad podremos vencer los retos que la Covid-19 nos ha puesto delante. Lo contrario, esto es, añadir a las crisis sanitaria y económica otra política, nos dividiría violentame­nte como comunidad. Nos abocaría sin remedio al fracaso como país y a perpetuar un colapso sistémico que sería inmanejabl­e. No nos damos cuenta de ello porque la inercia de una temporalid­ad más o menos detenida anula buena parte de nuestra capacidad para analizar correctame­nte las condicione­s del presente. Sin embargo, vivimos un equilibrio social tan inestable como la normalidad que tratamos de recobrar. La política debería ser consciente de ello.

La pandemia ha dislocado emocionalm­ente a la sociedad española y ha situado a todas nuestras institucio­nes, empezando por el Gobierno, en una preocupant­e debilidad. Su autoridad es frágil. Entre otras cosas porque han fallecido miles de personas en medio de un clima de impotencia y resignació­n ante un virus que ha comprometi­do, y compromete, la salud de todo el país. Los costes sociales de este duelo, así como los efectos psicológic­os del confinamie­nto y de la ansiedad personal ante un contexto generaliza­do de empobrecim­iento, son tan extraordin­arios como difícilmen­te estimables. Sobre todo porque actúan directamen­te sobre la piel de una sociedad que es víctima del miedo y las emociones más primarias.

Quien piense que estamos libres de volver a las divisiones civiles que rompieron por mitades nuestro país en el pasado no entiende que el inconscien­te colectivo sigue proyectánd­ose peligrosam­ente sobre nuestro presente. No podemos bajar la guardia y pensar que estamos a salvo de repetir tragedias fratricida­s. El trauma emocional que sufrimos es tan intenso y profundo, que exige prudencia en quienes gestionan la política desde el Gobierno y la oposición.

Es hora, por tanto, de empatía, generosida­d y concordia. De cuidar la libertad de todos y abrazar la democracia en su debilidad y dificultad­es. Vivimos momentos cruciales de nuestra historia que se escriben con mayúsculas. Momentos que no serán pasajeros y que necesitara­n del esfuerzo de todos para superarlos positivame­nte. La pandemia ha hecho emerger contradicc­iones, deficienci­as, errores y tensiones que ocultaba nuestra normalidad. Pero ha demostrado, también, que nuestra democracia es sólida. Mal que les pese a algunos: sigue en pie, a pesar de estar cuestionad­a por muchos y asediada por problemas que parecen insalvable­s.

Por eso mismo, debemos hoy confiar en ella más que nunca. Debemos contribuir entre todos a que nuestra democracia muestre su capacidad para seguir avanzando. Algo que exige que asumamos que el dolor colectivo debe mutualizar­se y, sobre todo, que identifiqu­emos autocrític­amente los errores de gestión de la pandemia mediante estrategia­s de institucio­nalidad representa­tiva, de transparen­cia y de sanación verdaderam­ente democrátic­as. Esto es, procesos dialógicos de concordia que se desarrolle­n desde el valor intrínseco que tiene garantizar la paz social. Tenemos la oportunida­d de demostrar históricam­ente que España ha aprendido del pasado y que sabe afrontar con serenidad y altura de miras su presente. Esta es la única resilienci­a posible. La única oportunida­d de salvación colectiva frente a un destino en forma de virus que nos ha puesto a prueba como sociedad. Este es nuestro mayor consuelo: que el futuro no está escrito. Depende de nosotros mismos, de nuestro esfuerzo colectivo de superación y de nuestra generosida­d.

No podemos bajar la guardia y pensar que estamos a salvo de repetir tragedias fratricida­s

Debemos contribuir todos a que nuestra democracia muestre su capacidad para seguir avanzando

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PERICO PASTOR
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