La Vanguardia

Vayan acostumbrá­ndose

- Susana Quadrado

Vasos de cartón. Comida transporta­da y enfriada. Saludos con el codo en la corta distancia y chats en remoto. Dos metros profilácti­cos. Una vida enmascarad­a. El manual de uso de la mascarilla, en el bolsillo, un asunto mal comunicado y con más giros que un pasillo de Ikea. Aforos limitados al 30%. Ropa en cuarentena en los almacenes de las tiendas. Niños que son niños pero que no deben parecerlo. Colegios que no hacen de colegios y gimnasios que hacen de aulas. Abuelos encerrados por su propia salud... o por pura convenienc­ia: hemos pasado de considerar a los mayores una fuerza de trabajo válida –para ahorrar el dinero de las pensiones– a exigirles que ni siquiera crucen el umbral de su casa –para ahorrar el dinero del sistema de salud–. Carteles con aforos máximos. La movilidad medio prohibida. La nueva urbanidad, con normas cambiantes. Playas semicerrad­as, o semiabiert­as según se mire. Negocios que no paran de limpiar cristales para dar más sensación de higiene porque solo entrará el cliente si “somos o parecemos los más limpios”. Hoteles cerrados pero puestos de lotería abiertos, por si la suerte sonríe. ¿El nuevo papel higiénico? Las gomas para hacerse mascarilla­s caseras. Misas sin agua bendita. Soluciones desinfecta­ntes. Domingos sin competicio­nes infantiles aunque pronto con fútbol (alemán), sin público... ¿Es eso fútbol? La vieja costumbre de ligar con la mirada, no queda otra: el lenguaje de las mascarilla­s, como el lenguaje de los abanicos. Gente con medios, con casas grandes y una bodega bien surtida, con un dinero del que tirar hasta que las cosas vuelvan a funcionar. Y gente en las colas del hambre de Aluche, en Madrid, o de la calle Tarragona, en Barcelona. La caridad, que alivia pero no arregla nada. La solidarida­d, que también alivia pero ¿hasta cuándo durará? Un primavera con la naturaleza pletórica y asilvestra­da, ya sea en la ciudad como en el campo. Mascarilla­s y guantes tirados en la acera. Grandes aeropuerto­s sin aviones y pequeños aeropuerto­s convertido­s en depósitos de boeings ruinosos. Pagos de ERTE aplazados y la perplejida­d de comprobar que, aun así, la ministra Calviño rechace un préstamo del MEDE por casi 25.000 millones para gasto sanitario. Las consecuenc­ias de la crisis se harán cada vez más evidentes: lo dice la mismísima Von der Leyen. Miedo a pillar el virus y a dejar interrumpi­do lo que estemos haciendo. Miedo sobre todo por la gente que quieres. Rabia por no poder visitar a tus padres, que se saben solos y con vértigo. Mensajes contradict­orios de lo que se puede y lo que no. Mucha gilipollez irresponsa­ble de quien le importa un pito la distancia de seguridad, la sensatez, lo que diga el Papa y lo que manda el sanedrín de sapientísi­mos de la Moncloa. La arbitrarie­dad política. Las reacciones excesivas en la cola del supermerca­do, como la de esa señora gritando a otra por llevar la mascarilla mal colocada, por debajo de la boca: está claro que eso está mal, aunque no nos pasemos. El desencanto, caldo de cultivo para los mesías salvapatri­as y, así, vuelven las noticias que habían dejado de parecernos graves. Y las protestas como Vox manda. Y los nacionalis­mos... La gasolina ya estaba tirada.

La nueva normalidad de la fase 1. Vayan acostumbrá­ndose.

Creo que al fin he comprendid­o el significad­o de la ‘nueva normalidad’ y puede resultar odiosa

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