Transgresiones y despistes
Por fin han abierto las librerías, y son muchos los que las recorrían estos días para comprobar que siguen ahí. El lunes, Frances Miralles le contaba a la agente literaria Sandra Bruna que se ha propuesto comprar un libro cada dos semanas –mínimo– como acto de resistencia. Le gusta mucho la Taifa, en la calle Verdi, porque hay un piano al fondo que puede tocar quien quiera. O en todo caso, así era antes del estado de alarma. Luego hablan de cómo ha cambiado el mundo de la edición, o al menos una parte. “Ahora muchos editores te piden cosas extraliterarias, como cuántos seguidores tiene un autor en las redes, o cuántos ejemplares ha vendidoenotralengua;ynoestamos haciendo matemáticas, no puede ser que las cifras pesen más que las letras –comenta Bruna– si quieres adquirir los derechos de alguien, el texto te tiene que enamorar”. Y Miralles: “Pretender que un autor haya triunfado antes de publicarle un libro es empezar la casa por el tejado”.
Ambos echan de menos la emoción del descubrimiento. Como el que hicieron ellos en el 2005, al leer el manuscrito que acabaría convirtiéndose en La catedral del mar .En apenas quince líneas entendieron que estaban ante Los pilares de la tierra a la catalana. Y con esta presentación, la agencia lo vendió enseguida a Grijalbo, después de que varias editoriales hubieran desestimado su publicación. “El autor estuvo muy contento y nos llevó a una marisquería –explica Miralles–, y luego se olvidó de nosotros”. La preventa, esa previsión de venta sobre catálogo, fue astronómica, hasta el punto de que reimprimían cada semana, y en Sant Jordi llevaban casi un millón de ejemplares vendidos. En la feria de Londres, había cola de editores alemanes. Fue el primer gran éxito de la agencia. Sílvia Tarragona, que entonces era librera, comenta a través de un mensaje en Instagram Live que, efectivamente, vendió mogollón de catedrales.
Más éxitos. Esta semana, Irene Solà obtenía el European Union Prize for Literature, que reconoce a escritores emergentes. Lo hizo por su novela Canto jo i la muntanya balla, con la que en el 2019 recibió el premio Llibres Anagrama. En un Cafè amb Lletres virtual, organizado por el ayuntamiento de Cerdanyola, la autora le cuenta a la periodista Anna Guitart que empezó la novela en la que está trabajando antes de haber publicado la anterior. La idea era evitar que su repercusión le influyera, y así ha podido escribir libremente. Dice que le gustaba leer de pequeña, y también en la adolescencia. Pero cuando a los veinte años entró en un piso de estudiantes, rodeada de amigos, se dejó tentar por las series durante una temporada. Si un libro no le entusiasma, ¿lo deja o sigue leyendo?, pregunta Guitart. Procura no forzarse y disfrutar. De modo que
Irene Solà, ganadora del premio de Literatura de la UE, reconoce haber abandonado algún libro, pero no para siempre
sí, ha abandonado algunas lecturas, pero no para siempre. A veces, simplemente no era el momento. Le ocurrió, por ejemplo, con El mar, el mar, de Iris Murdoch, que recuperó unos años después del primer intento fallido, y le encantó.
Por primera vez un libro en lengua catalana obtiene el galardón europeo, creado en 2009. La lengua es un lápiz afilado, según la filósofa Fina Birulés, idea que retoma la autora Montse Barderi en una conversación telemática con el filólogo y periodista de La Vanguardia, Magí Camps. Él marca la diferencia entre badada (despiste) y transgresión. La primera sería un error; la segunda, una licencia voluntaria. Como ejemplo pone la palabra gilipollas, que aun siendo incorrecta en catalán, es de uso habitual; sería lógico que un personaje la utilizara en una novela o el teatro. Si no admitiéramos las transgresiones, hablaríamos igual que hace quinientos años, explica Camps. En cualquier caso, necesitas el corsé de la normativa para que la lengua aguante. Cuenta una anécdota de Miguel de Unamuno, que escribió “oscuro” en un texto, palabra que entonces no recogía el diccionario. El corrector le apuntó en el margen: “Ojo: obscuro”. A lo que Unamuno contestó: “Oído: oscuro”. Eso sería una transgresión.
Otra cosa es la badada. Por ejemplo, decir “de braços creuats” es un calco del castellano; tendría que ser “de braços plegats”. Y añade Camps:
“Últimament ho creuem tot; ahora todo el mundo creua el carrer, pero hasta hace unos años, el travessàvem, como también ‘travessàvem l’oceà’”. Así, la expresión “m’he creuat amb algú” sería un despiste. A no ser que el autor la utilizara conscientemente para atribuirle una forma de hablar a su personaje. Otro ejemplo: en la recreación de una conversación coloquial, varios vecinos se referirían a un enterro, en lugar de a un enterrament, lo que no significa que el autor ignore cuál es la forma correcta. “Como dice Pau Vidal, la mejor herramienta de un lingüista es poner la oreja”, reconoce Camps. Y vuelve a la palabra gilipollas para explicar que viene del caló.
Gili significa tonto, término que tampoco admite el catalán. Cuenta que cuando el diccionario incorporó
guapo, el académico e historiador de la literatura Martín de Riquer, comentó: “Han aceptado guapo, habiendo más bien pocos, y en cambio
tonto no, ¡y mira que hay!”