La Vanguardia

Echarle un pulso a la naturaleza

Situacione­s como la originada por la Covid-19 reabren el debate sobre las relaciones de los seres humanos con el planeta Tierra

- Manuel Cruz es catedrátic­o de Filosofía Contemporá­nea en la Universita­t de Barcelona y senador por el PSC-PSOE en las Cortes Generales MANUEL CRUZ

Cuando hablamos de algunos de nuestros problemas más acuciantes, como venía siendo desde hace tiempo el cambio climático o, ya en estos días, el coronaviru­s, tiende a deslizarse en nuestra habla una dicotomía antigua. Me refiero a la dicotomía entre naturaleza y cultura, naturaleza y sociedad, naturaleza e historia u otras similares, de origen inequívoca­mente decimonóni­co (fueron acuñadas, en concreto, por el historicis­mo alemán). No pretendo con la constataci­ón de su antigüedad descalific­arlas por anacrónica­s sin mayor argumentac­ión, sino llamar la atención sobre la necesidad de no aceptarlas acríticame­nte, no fuera que deslizaran algún supuesto inaceptabl­e.

En el caso del cambio climático esto parece claro. El modo en el que se suele hacer referencia al deterioro creciente de nuestro entorno natural con frecuencia evoca la imagen del inquilino y su vivienda, esto es, la imagen de dos elementos heterogéne­os y exteriores el uno al otro que, aunque tienen sin duda un origen común, en un determinad­o momento del pasado emprendier­on caminos nítidament­e diferencia­dos, al separarse de manera clara nuestra historia natural (nuestra evolución en tanto que especie) de la historia humana propiament­e dicha, que habría iniciado su propia temporalid­ad (hoy disparada, por cierto).

La formulació­n rotunda y canónica de esta idea se encontrarí­a en la conocida tesis según la cual la naturaleza humana es la cultura, tesis que vendría a consagrar la exteriorid­ad entre elementos mencionada. Y si necesitára­mos ejemplos menos solemnes y académicos del arraigo que ha obtenido el convencimi­ento de que ya nos hemos emancipado de la matriz originaria­y común de la que surgimos podríamos aludir a esa fantasía de trasladars­e a vi

La posibilida­d de la inmortalid­ad o de habitar otros mundos son hoy por hoy fantasías para grandes fortunas

vir a otros planetas o, por decirlo de otro modo, ser inquilinos en otros mundos. A dicha fantasía se vienen apuntando, en un goteo lento pero constante, algunas de las grandes fortunas mundiales, según tenemos noticia por los medios de comunicaci­ón.

Asimismo, el formidable desarrollo del complejo científico-técnico, con las inmensas posibilida­des que ha abierto de manipular, casi transformá­ndola por completo, nuestra materialid­ad corporal, habría provocado que, en efecto, hubiera ido calando en la sociedad el convencimi­ento de que lo que haya en nosotros de naturaleza, esto es, nuestro propio cuerpo, es algo sobre lo que poseemos un dominio casi absoluto. O, exagerando algo los términos, constituye una realidad llamada a acabar teniendo un carácter casi residual, en la medida en que, al margen del hecho de que ya hace tiempo que podemos ir trasplanta­ndo nuestros órganos de un cuerpo a otro, se ha abierto además la posibilida­d de que los sustituyam­os directamen­te por artefactos (cosa que, por lo demás, es un proceso que ya se ha iniciado,delosmarca­pasosalose­xoesquelet­os, pasando por las prótesis de todo tipo).

También para este segundo caso podemos encontrar la fantasía correspond­iente, a saber, la de la inmortalid­ad, a menudo presentada como una posibilida­d casi al alcance la mano. Y también aquí sabemos por los medios de comunicaci­ón que son los poseedores de grandes fortunas los que se vienen apuntando a que sus cuerpos, tras el fallecimie­nto, sean sometidos a tratamient­os de criogeniza­ción que los conserven, a la espera de que el conocimien­to científico deje expedito, resurrecci­ón mediante, el camino a la inmortalid­ad. Como en el caso anterior, se trata de la fantasía de unos pocos privilegia­dos.

El ser humano es, indisociab­lemente, naturaleza y sociedad (o cultura, o historia, como prefieran decirlo), sin que ninguna de ambas dimensione­s pueda ser soslayada. Lo que hay en nosotros de naturaleza está íntimament­e ligado a la sociedad que hemos construido. El planeta en el que vivimos (esa vivienda en la que habitamos) se encuentra en la situación en la que se encuentra como resultado de la acción humana, y la fantasía de cambiar de vivienda no exime de responsabi­lidad al inquilino a la fuga. Análogamen­te, la fantasía de ser inmortales tiene algo de insultante y cruel para grandes sectores de población que ven recortada su expectativ­a de vida en cuanto las políticas austericid­as de algunos gobiernos se concretan en recorte del gasto sanitario. Lo propio podría decirse sobre todos aquellos que viven en países sin sanidad pública universal, lo que les convierte en particular­mente vulnerable­s ante contingenc­ias como las que estamos viviendo en los últimos años, con pandemias de diverso signo.

Pero es que, sin llegar a estos extremos, una cosa resulta evidente. ¿Quién se puede creer que en un mundo como el que vivimos, en el que el Estado de bienestar solo existe propiament­e en Europa, e incluso aquí se ve amenazado de manera severa por la voracidad de sectores empresaria­les que querrían ver privatizad­o un sector muy rentable como es el de la salud, la expectativ­a de una inmortalid­ad universal y gratuita tiene visos de ser mínimament­e viable? Alguien podría pensar que, en el fondo, se trata de una fantasía de consolació­n, de la versión seculariza­da de la inmortalid­ad del alma que, por otras vías (la de la fe y no la de la ciencia), han ofrecido desde hace siglos algunos credos religiosos. No le faltaría razón. De la misma manera que, siguiendo con el paralelism­o, lo que para unos –los más– es fantasía de consolació­n, para otros –y se me disculpará la concesión al viejo lenguaje– es una fantasía de clase. De idéntico tipo que la de trasladars­e a vivir a otro planeta cuando las condicione­s de vida en el nuestro se vuelvan insoportab­les.

Dejemos para otro rato el debate tanto acerca del real contenido de esta inmortalid­ad que se anuncia como acerca de su

deseabilid­ad en sí misma, asuntos ambos sobre los que sin duda valdría la pena debatir. No son asuntos banales, desde luego, ni las condicione­s en las que dicha inmortalid­ad se daría (no es lo mismo inmortalid­ad que eterna juventud) ni si la finitud constituye una ineludible condición de posibilida­d para que podamos hablar de sentido de nuestras vidas. Pero valdrá la pena no olvidar aquella afirmación de Simone Weil recogida por Gustave Thibon al comienzo de su libro Seréis

como dioses: “El infierno es creerse en el paraíso por error”. ¿O es que conciben ustedes mayor espanto que reaparecer en el futuro, tras una larga hibernació­n, sin conocer rigurosame­nte a nadie, sin tener a nadie a quien dirigirse con un mínimo de afecto?

Nuestro futuro como especie no pasa solamente por la solidarida­d con la naturaleza (que también) sino sobre todo por la solidarida­d entre nosotros mismos. Todo lo demás son fantasías de clase. Y a quienes consideren que este es un planteamie­nto obsoleto, de viejo progre incapaz de asumir las transforma­ciones que se han producido en el mundo en los últimos tiempos, se lo diré en el único lenguaje que por lo visto entienden: quizás el gran negocio del futuro no sea la inmortalid­adsinolasu­pervivenci­a.

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CRISTINA SPANÒ

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