La Vanguardia

Michel Piccoli

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El pasado día 12 de mayo se nos murió Michel Piccoli, víctima de un “accidente cerebral” en brazos de su esposa, Ludivine Clerc, escritora con la que estaba casado desde 1978. Tenía 94 años y en el 2014 había rodado su último largometra­je, Le goût des myrtilles, donde daba la réplica a la actriz Natasha Parry, esposa de Peter Brook, un viejo conocido de Michel Piccoli.

En el obituario (La Vanguardia, martes 19 de mayo) que firma Lluís Bonet Mojica, el crítico cinematogr­áfico dedica tan solo un par de líneas a la relación que Piccoli tuvo con los escenarios –“En su primera etapa como actor teatral (Piccoli) alternó éxitos y fracasos, cambiando a menudo el escenario por el plató televisivo”, escribe Lluís Bonet–, lo que en cierto modo se me antoja comprensib­le ya que aquí, e incluso en Francia, se le conoce más por sus películas –media docena de ellas dirigidas por Luis Buñuel– que por sus grandes éxitos teatrales, que lo convirtier­on en el primer actor que recibió el premio Europa de teatro, considerad­o, un tanto alegrement­e por la prensa italiana, como el Nobel de las artes escénicas.

Esto ocurrió en Taormina, el 8 de abril del 2001. Yo estaba allí, cubriendo el acto en mi condición de crítico teatral de El País. El premio Europa había nacido en 1986, aupado y ricamente subvencion­ado (60.000 euros) por la Comunidad Europea y, más concretame­nte, por quien era, a la sazón, su comisario de Cultura, Carlo Ripa Di Meana. A lo largo de sus tres lustros de historia el galardón había recaído sucesivame­nte en algunos nombres indiscutib­les de la escena europea de la segunda mitad del siglo XX, como Peter Brook, Giorgio Strehler, Pina Bausch y, si me apuran, el yanqui Robert Wilson; y luego otros de un peso específico considerab­le como Ariane Mnouchkine, Heiner Müller, Luca Ronconi o el ruso Lev Dodin, pero tal vez no tan indiscutib­les como los antes citados, y más teniendo en cuenta que el jurado del premio Europa no se había dado el gustazo de preberlusc­oni miar a Ingmar Bergman. Michel Piccolo (París, 1925) fue pues el primer actor, actor por antonomasi­a, que recibía el premio Europa de teatro. Elección que me llevó a pensar que para el ilustre jurado de patums que concedía el premio se habían acabado ya los metteurs en scène –¿Y Stein, Chéreau, Pasqual e tutti quanti?– para dejar paso a los cómicos, como en aquellos tiempos en que no sabíamos quien firmaba aquel western que hacían en el Roxy: para nosotros era una peli de Gary Cooper, de James Stewart o de John Wayne. Una elección que me hacía augurar como para futuras ediciones del premio una Taormina llena de paparazzi, más cercana a la Taormina de la década de los cincuenta, del bar Mocambo, el de la Taylor y Richard Burton, hoy visita obligada de los vikingos y las walkirias del Imserso europeo que consumen, a modo de penitencia –y vete a saber lo que consumirán después del coronaviru­s– un té con una nube de leche o, en el peor de los casos, una coca-cola light.

En aquel mes de abril del 2001, Michel Piccoli se hartó de hablar de teatro y de cine en Taormina, para acabar hablando de política o, mejor, de los políticos. Refiriéndo­se a los austriacos, al nazismo latente de ciertos austriacos, citó la frase de su amigo Fritz Lang, quien solía decir: “Je ne suis pas autrichien, je suis un autre chien” (es decir: no soy austriaco, soy otra clase de perro, se supone que más noble o más pacífica). Y acto seguido, cuando uno del público le preguntó por qué él y sus compinches de la gauche llamaban fascistas a los de la derecha, Piccoli, con una sonrisa en los labios, le respondió: “La derecha italiana no es fascista:

¡Es ber-lus-co-niana! Y vuestro es un gánster (sic). Y digo esto porque la elección, dentro de pocos días, de vuestro primer ministro interesa tanto a la política francesa, a los franceses, como a vosotros, razón por la cual me permito (¡y se lo permitían!) hablar aquí de la política y de los políticos italianos”. “Vuestro presidente de la República, dijo Piccoli, pesa tanto para Francia, para los franceses, como nuestro presidente (Chirac) para Italia. Hoy por hoy, nada ni nadie en la Comunidad Europea pertenece a una sola nación. No lo olvidemos”.

Pero, mira por donde, a Michel Piccoli no le conocí en Taormina, ni en la Coupole, ni en la filmoteca de la rue d’ulm, ni en un mitin de la Bastilla, ni tomando babás y bebiendo tequila en el apartament­o de los Barrault. Le conocí en Barcelona, en un estanco de la rambla Catalunya, subiendo a la derecha, en la esquina con Rosselló, a un paso de la Diagonal, en frente del Doria (hoy ya no existe ni el estanco ni el Doria). Piccoli compraba Montecrist­os del 5 y yo, del 4. Le saludé, me presenté y le pregunté qué hacía en Barcelona. Me dijo que había venido a pasar unos días en casa de su cuñado Albert Puig Palau, el “tío Alberto” de la canción de Serrat. Y así era, efectivame­nte: la mujer de Piccoli y la de Alberto eran hermanas. Al día siguiente estaba yo en casa de Alberto cenando con Piccoli. Nos contó, entre otras cosas, el estreno, en 1953, de En attendant Godot en el Théâtre de Babylone, dirigido por Roger Blin. Piccoli se sabía de memoria los titulares de la prensa del día siguiente. Recuerdo uno: “M. Samuel Beckett parle comme un concierge qui sortirait de Normale Supérieure avec une indigestio­n de Kafka” (una frase que segurament­e irritaría a mi querido Enrique Vila-matas). Piccoli lo decía despacito, muy despacito, enfatizand­o la voz y comiéndose la efe de Kafka. Alberto y un servidor nos partíamos de risa. La última vez que le vi fue en un escenario en Hamburgo, en el Cuento de invierno, de Shakespear­e, junto a Bulle Ogier, en un montaje de Luc Bondy. Estaba estupendo. Descanse en paz.

Le conocí en Barcelona, en un estanco de la rambla Catalunya, en la esquina con Rosselló

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PIERO OLIOSI / EP Michel Piccoli durante su participac­ión en la edición del 2011 del festival de Cannes
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JOAN DE SAGARRA

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