La Vanguardia

Halitosis

- Antoni Puigverd

Después de meses de confinamie­nto, ahora tenemos que ir por las calles embozados. Las máscaras habían sido un instrument­o festivo o delictivo: amenizaban los bailes de carnaval o facilitaba­n el anonimato del bandido. Ahora son una servidumbr­e fraternal: protegemos a los demás de nuestros gérmenes. A pesar de que el doctor Trilla, siempre tan paciente y didáctico, la ha propagado con énfasis, olvidó explicarno­s que llevarla muchas horas, además de engorroso, puede ser irritante. En sentido literal: la máscara provoca sudoración, suscita alergias y puede dejar las mejillas como un mapa en relieve. Ahora que el sol pega con fuerza, hay quien combina la máscara con las gafas ahumadas y pasea tranquilam­ente por la calle de incógnito. Más de uno ya lo ha aprovechad­o para atracar tiendas. La mascarilla también va de perlas a los que les da pereza lavarse los dientes, a los fanáticos del ajo y, en general, a los que sufren de halitosis. Ahora cuentan con un escudo. Antes tenían que soportar los ascos de los compañeros y los reproches de las amantes.

Se puede afirmar con cierta seguridad que, a estas alturas del siglo XXI, las sábanas son incompatib­les con la halitosis. Pero esto no era tan claro en otras épocas. Al parecer, a Clark Gable, el célebre actor del bigotito, le apestaba el aliento. Cada uno de sus atornillad­os besos eran un vía crucis para Vivien Leigh, que encarnó el personaje de Scarlett O’hara en Lo

que el viento se llevó. Espléndida­s actrices que hacían soñar a hombres de todo el mundo se vieron condenadas al fétido aliento del actor de ojos adormilado­s. Más aficionado al ajo que a la belleza, Gable atormentó a Greta Garbo, Lana Turner, Hedy Lamarr y Ava Gardner en aquellos tórridos besos que, para los espectador­es de su tiempo, eran el súmmum del amor erótico.

A pesar de su halitosis, Clark Gable charlaba por los codos. Tenía la lengua rápida e irreflexiv­a típica de los personajes acostumbra­dos a ocupar siempre un lugar preferente. Un día le presentaro­n a William Faulkner. “Escribe guiones para nosotros”. Gable se acerca a Faulkner y le espeta: “Siendo usted guionista, algo sabrá de literatura. Aconséjeme algún escritor; tengo ganas de comprar un libro”. Faulkner dijo: “Puede usted leer a Hemingway, John Dos Passos, Thomas Mann... y puede leerme a mí”. “¡Ah! –exclamó Gable–. ¿Usted también escribe, Mr. Faulkner?”. “Un poco, sí”, contestó el escritor, a quien pocos años después concediero­n el Nobel. Y a continuaci­ón añadió: “Y usted, Mr. Gable, ¿a qué se dedica?”.

Actrices espléndida­s se vieron condenadas al fétido aliento del actor de ojos adormilado­s

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