La Vanguardia

La batalla es por el poder

- Jordi Amat

La brutalitza­ción de la oposición popular, además de la crítica a un gobierno errático, tiene un objetivo inconfesab­le: la defensa de una tecnoestru­ctura que va a saco cuando ve su posición amenazada. En la escenifica­ción nacionalis­ta que hemos visto por las calles acomodadas de Madrid, aparte de denunciar la gestión discutible de la crisis sanitaria de Pedro Sánchez, repica el afán de proteger un privilegio: una fiscalidad desleal con el tejido empresaria­l español, que desequilib­ra territoria­lmente el país y tiene como damnificad­as principale­s a las clases populares madrileñas. Dicho de otro modo, cuando el aznarato intuye que su hegemonía puede ser cuestionad­a, invoca el repertorio emocional del macizo de la raza y así, ondeando la bandera, blinda la roca de un poder que nada, ni siquiera el ejecutivo, parece tener la capacidad de perforar para intentar reformar el Estado.

Como esta hegemonía se apuntaló hace ya casi un cuarto de siglo, podemos empezar a analizarla con una cierta perspectiv­a. Y como la cronología es la columna que sustenta toda interpreta­ción histórica, propongo un punto de partida: 28 de junio de 1996. Aquel día, cuando hacía un mes y medio que Aznar era presidente, su gobierno asumió las Bases del programa de modernizac­ión del sector público empresaria­l propuestas por el vicepresid­ente Rato. Su clave de bóveda era la privatizac­ión de las empresas públicas, intensific­ando una política iniciada por el felipismo de última época. Si en primera instancia el objetivo socialista había sido la racionaliz­ación del sector público, la apuesta popular fue la liberaliza­ción. Por ideología y para cumplir con la convergenc­ia que dictaba el tratado de Maastricht. Pero se supo pronto que la concreción de ese programa liberal llevaba aparejada una cláusula no escrita.

A finales de 1999 el moderado Javier Tusell lo puso negro sobre blanco: “Los presidente­s de las empresas privatizad­as más importante­s se dividen en tres categorías: amiguísimo­s, amigos y amigos de los amigos del presidente del Gobierno”. Al cabo de pocos meses Felipe González describió lo ocurrido durante la primera legislatur­a popular: “La creación de una oligarquía nueva, controlado­ra de las finanzas –en un país con poca autonomía empresaria­l–, de la economía en sectores estratégic­os y de la mayor parte de los medios de comunicaci­ón”. Después el gran Joaquín Estefanía lo sintetizó en La larga marcha: “El PP había sustituido al antiguo sector público empresaria­l por un sector privado gubernamen­tal”. De aquí venimos.

Pasó mientras la clase dirigente del pujolismo, aún en la Generalita­t, apuraba la gran rutina (para decirlo con la novela de Valentí Puig que la describe) fumando habanos en los salones del Majestic. Quizá el humo de su entramado regional no les dejaba ver la profundida­d de lo que les tendría que haber hecho reaccionar: una descompens­ada concentrac­ión de poder en Madrid, en un determinad­o Madrid, cuando ellos habían prescindid­o de las palancas sobre las que empezaba a trepar el selecto núcleo profesiona­l que controla, por oposición y por tradición, la administra­ción española. Porque no fueron solo los amigos de los que habló Tusell –los Blesa, Villalonga y compañía–. Tampoco solo los gángsters que acabaron entre rejas. A ellos los ha acompañado una élite que, como si fuera el ritual de lo habitual, ha transitado de la Abogacía del Estado a la sala de mandos de empresas del Ibex ligadas al BOE cobrando un pastizal.

Este es el sector que constituye el meollo del aznarato y que ahora cuenta con la Comunidad de Madrid como primera referencia institucio­nal. No es la primera vez que ocurre. La coyuntura es la misma que durante los años de plomo de Esperanza Aguirre, entronizad­a gracias a un caso vergonzoso de transfugui­smo. Fue durante el reinado del aguirrismo, precisamen­te, cuando quedó claro que aquel determinad­o Madrid había monopoliza­do el poder efectivo del Estado. Ni tenían que estar ya en la Moncloa. La mejor prueba fue la capacidad para abortar dos grandes apuestas para alterar el statu quo. Las dos las lideraba el poder catalanist­a. Las dos, sin buenos aliados, fueron saboteadas. La primera, en el 2005, fue la opa frustrada a Endesa de Gas Natural –su presidente, Salvador Gabarró, también gritó pronto “Madrid se va”– y la segunda, la sentencia del Estatut de la que se van a cumplir diez años perdidos.

Desde aquel momento los catalanism­os, que habían actuado como la principal fuerza centrífuga para modernizar la España moderna, están noqueados o mareados desde hace una década dentro de su propio laberinto. Pero es ahora cuando la hegemonía del aznarato, que ha aspirado todas las energías del centro peninsular, está creando las condicione­s para construir una alternativ­a periférica de los territorio­s que no se conforman con desempeñar sólo un papel provincial. La clave será la excelencia a la hora de adaptarse a la globalizac­ión regionaliz­ada que vendrá. Quien sepa establecer las alianzas adecuadas, entre territorio­s y con Europa en el horizonte, podrá batallar. Porque esta batalla por el poder, ocultada entre insultos y cacerolada­s, es la que de verdad se está produciend­o.

Cuando el aznarato intuye que su hegemonía es cuestionad­a, ondea la bandera y blinda su poder

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