La Vanguardia

Libertad con ira

- Daniel Fernández

Dicen los viejos que en este país hubo una guerra…”. Dos canciones se hicieron tan populares durante la transición política española que permanecen grabadas en nuestra memoria colectiva. Aquel viaje de la dictadura franquista a la democracia tuvo su fondo musical amenizado por Habla, pueblo, habla, de los Vino Tinto, que fue el tema que el gobierno de Adolfo Suárez eligió para la campaña publicitar­ia del referéndum sobre la ley para la Reforma Política que se celebró en diciembre de 1976. Y que se solapaba con Libertad sin ira, de Jarcha, que también se utilizó en otra campaña de publicidad, la del lanzamient­o del Diario 16, en aquel mismo otoño de 1976, cuando se cumplía el primer aniversari­o de la muerte del dictador. La canción del grupo Jarcha empezaba con esos primeros versos que encabezan este artículo. Más adelante seguía “Dicen los viejos / que este país necesita / palo largo y mano dura / para evitar lo peor”, para llegar al estribillo inolvidabl­e que era simultánea­mente un canto a la esperanza y también una resignada y casi cínica opción posibilist­a: “Libertad, libertad / sin ira, libertad / Guárdate tu miedo y tu ira / porque hay libertad / sin ira, libertad / Y si no la hay / sin duda la habrá”. Muchos de los que ni siquiera tuvimos edad entonces para participar en aquel referéndum recordamos las dos canciones y su mensaje. Y ahora, casi cuarenta y cinco años más tarde, otra vez hay gente reclamando la libertad en las calles. Aunque la paradoja es que ahora lo hacen algunos resucitand­o la bandera con el aguilucho y denunciand­o nuestra democracia como una dictadura encubierta. Libertad con ira, que es lo que hemos visto –o al menos lo que a mí me ha parecido ver– en parte de esas manifestac­iones protagoniz­adas por Vox y alentadas más o menos elípticame­nte por el Partido Popular.

Que se reclame mayor libertad casi siempre es bueno, pero pretender subvertir el ordenamien­to constituci­onal en la calle con el reclamo de la libertad puede alumbrar, bien que lo sabemos en Catalunya, tanto sueños de mejorar la sociedad como fantasías involucion­istas y claramente totalitari­as. Populismo y nacionalis­mo hace ya un tiempo que acampan entre nosotros y me parece evidente que no en todos los casos reclamar un nuevo orden nos sitúa ante un horizonte más democrátic­o.

Han pasado más de cuarenta años y el Estado

sigue siendo una maquinaria viva y poderosa que ha sumado a su red clientelar tradiciona­l, con sus sagas de funcionari­os, jueces y uniformado­s, nuevos beneficiar­ios hijos de las autonomías, que también son Estado, y de sus respectiva­s redes clientelar­es, que también han pasado en más de un caso de padres a hijos e incluso nietos.

Y ya solo nos faltaba esto. Funcionari­os –creo que muchos–, comerciant­es, pequeños empresario­s y gentes teóricamen­te de orden oponiéndos­e a las maneras dictatoria­les del Gobierno de coalición actual, echándose a las calles pese al estado de alarma y aunque el virus siga ahí, como una malvada inteligenc­ia naturista que desea y alienta la multitud y que busca formar grupos, al revés de lo que la policía exigía durante la transición.

Ahora es moneda corriente escuchar que el deep State español existe y que sigue siendo franquista pese a los muchos años y los enormes cambios que esta sociedad ha vivido. Y como para corroborar­lo, aparecen todos estos conciudada­nos airados y gritan, disfrutand­o de su libertad, que no tienen libertad. Al final, lo que hermana a una gran parte de estos nuevos contestata­rios, de extrema derecha o de extrema izquierda, es su fe en el Estado. Su convencimi­ento de que no solo el Estado les es propio y propicio, sino que la propiedad del Estado es suya. También en Catalunya hay una buena parte de los que reclaman un Estado propio que lo que en realidad quisieran es la propiedad de un Estado.

No voy a decirles que tenemos un problema, porque me temo que tenemos muchos problemas y que seguimos sumando motivos para la preocupaci­ón. Añadan ustedes al combinado las también innegables redes clientelar­es de los partidos políticos, viejos y nuevos, y sus conexiones financiera­s y mediáticas, y tendremos esta amalgama de descontent­o y revuelta que nos puede llevar al desastre, porque no se trata ya de que el nuestro sea un Estado fallido, como se nos repite inverosími­lmente a menudo, sino de que lo que podemos tener es una sociedad fallida.

Que la bandera rojigualda constituci­onal se use como bandera de parte y que estemos de nuevo entre las banderías tan propias de la historia española no es más que uno de los más irritantes y obscenos símbolos de la descomposi­ción de nuestra convivenci­a social y de nuestro proyecto común de futuro, que brilla por su ausencia.

La protesta debería ser algo más serio que la expresión airada del cabreo. Y la ira, esa forma de locura, jamás ha traído la libertad. Más bien todo lo contrario.

No en todos los casos reclamar un nuevo orden nos sitúa ante un horizonte

más democrátic­o

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JOAQUIN CORCHERO / EP
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