La Vanguardia

Aterrizaje de emergencia

- Llucia Ramis

En febrero, un Air Canada sobrevoló Madrid durante horas, antes de realizar un aterrizaje de emergencia. En situacione­s así, la preparació­n de la tripulació­n y una buena comunicaci­ón con el pasaje son esenciales para mantener la calma. Desde que empezó el estado de alarma, siento que estamos en ese avión, con unos cuantos agravantes. A la inquietud de lo que nos espera cuando toque tierra, se añade la angustia de saber que los pilotos, inexpertos, no se entienden entre ellos. Tampoco parece que se pongan de acuerdo con la torre de control.

A los pasajeros primero les dijeron que no podían moverse del asiento. Pero tras las turbulenci­as más fuertes, les permiten fumar, siempre que lo hagan en la parte de atrás y tomen alguna consumició­n, con lo cual, el pasillo está colapsado y el avión, lleno de humo. Los demás deben llevar puesta la máscara de oxígeno. Tendrían que haberla llevado desde el principio, pero como no había para todos porque algunas eran defectuosa­s, no ha sido obligatori­o hasta ahora, según el auxiliar de vuelo. Los niños, sentados en el regazo de sus padres –que ya tienen las piernas doloridas y no saben cómo entretener­los–, preguntan si falta mucho para llegar. A los mayores se les debilitan los músculos; el tiempo no transcurre igual para ellos.

Por si fuera poco, un grupo cada vez más numeroso exige que el avión baje de una vez, y alguien suelta drones en la pista. Y como empieza la temporada turística, se ha reactivado la circulació­n aérea, de manera que otros se adelantan tomando tierra. Mientras tanto, el avión ha ido soltando combustibl­e, tal vez demasiado rápido, aunque a los de dentro el viaje se les haga eterno. El depósito está casi vacío. Urge aterrizar. Bomberos y ambulancia­s esperan; son los únicos consciente­s de la situación, los único que saben cómo actuar en caso de que algo vaya mal.

Todo irá bien, promete el comandante. Pero no parece que eso dependa de él. De hecho, se ha pasado el vuelo diciendo que, juntos, venceremos esta guerra contra la avería. Los creyentes rezan y confían, los fóbicos sufren, los ansiosos regañan a todo el mundo, los nihilistas consumen y fuman, y los inconscien­tes beben y se apuntan al baile. Uno se quedó dormido con los cascos puestos antes del despegue; a veces desconecta­r es la mejor manera de protegerse. Otro vaticina lo que pasará, para presumir con un “ya lo decía yo” si puede contarlo, o para que al menos conste que ya lo decía, en caso contrario. Se inicia el descenso. Abróchense los cinturones.

Todo irá bien, promete el comandante; pero no parece que eso dependa de él

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