La Vanguardia

Café Zurich

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Cuando se acabe la pandemia, si me pilla vivo, lo primero que pienso hacer es tomarme un whiskey en la terraza del Zurich…”. Esto escribía yo en mi Terraza del 22 de marzo. Pues bien, la pandemia no se ha acabado pero algunas terrazas han abierto, entre ellas la del Zurich, y como a Dios gracias sigo vivo, el pasado lunes pillé un taxi y me fui a la plaza Catalunya esquina Pelai a tomarme mi whiskey en la terraza del Zurich, tal y como les había anunciado.

¿Por qué en el Zurich? Pues porque es una de las dos terrazas a las que me llevaba mi padre cuando era niño antes de adentrarno­s en la Rambla. La otra era La Luna. En los años cuarenta, al regresar de Francia, vivíamos en la plaza de la Bonanova –con una iglesia medio destruida-; un barrio, el de Sant Gervasi, que no era ni Sarrià ni Gràcia, ambos con una fuerte personalid­ad. Era un barrio que se buscaba, y mientras tanto mi padre solía coger un taxi y me llevaba al Zurich o a la Luna, a tomar una naranjada, antes de pasearnos Rambla abajo, camino de Colón, de la mar. Una Rambla con pájaros, flores y quioscos, con el Ateneu (en la calle Canuda, a dos pasos de la Rambla), con la vieja Librería Francesa, con la Boqueria, y con aquella tienda, bajando a mano derecha, en la que había un buzo tras la puerta, con su escafandra… Vamos, que aquel niño de la Bonanova descubrió Barcelona en la Rambla. Para él, la Rambla era Barcelona y en cierto modo sigue siéndolo, aunque esa Rambla tenga ya muy poco que ver con la que le mostró su padre. En resumidas cuentas, fui a la terraza del Zurich porque sigue siendo un punto estratégic­o en mi relación sentimenta­l con Barcelona.

Llegué alrededor de la una de la tarde. No fue nada difícil, a diferencia de otras veces, dar con una mesa. Pedí un whiskey o, mejor, un whisky, un Ballantine’s –en el Zurich no sirven Jameson, mi whiskey irlandés-, con un botellín de agua sin gas: 8 euros. En la calle Pelai había obras, el quiosco de los periódicos –donde hubo un tiempo en que solía pillar Il Mattino de Nápoles– estaba cerrado y la escalera del metro parecía vacía. A mi izquierda, justo en la entrada del local, había una pareja que me llamó la atención. Eran gente joven, entre los veinte y treinta años. Ella estaba sentada prácticame­nte en las piernas de él, que le metía mano en el culito, hundiéndol­a en el tejano, mientras ella le besaba el cuello y le mordía la oreja. Supuse que debían llevar más de dos meses sin poderse querer y habían escogido el Zurich para encontrars­e. ¿Se conocieron allí, en la terraza? Vete a saber. Los camareros se los miraban con un cierto respeto, incluso diría que con un cierto cariño. Cuando el chico se hartó de acariciarl­e el culito a la moza, y esta de morderle la oreja, la pareja se puso sus respectiva­s mascarilla­s y cogiditos de la mano desapareci­eron de mi vista.

El martes (26 de mayo), el colega Luis Benvenuty recogía en este diario algunas palabras del señor Andreu Valldepere­s, responsabl­e del local: “Soy optimista, creo que vendrá la gente de la ciudad. Y en verano vendrá gente de toda Catalunya”. Que Dios le oiga, don Andreu.

En la factura que me da el camarero –Fede, un excelente profesiona­l– leo: “Café Zurich desde 1920”. Toma castaña. Así que este año el Zurich cumple 100 años, se convierte en un local centenario. ¡Vaya por Dios! ¿Y cómo vamos a celebrarlo, señor Andreu? Porque hemos de celebrarlo, con mordiscos en la oreja, con caricias en el culito, con gente de la ciudad, con gente de toda Catalunya y con turistas –eso espero– de todas las partes del mundo.

Hace algunos años, más bien bastantes, publiqué en El País un artículo que titulé: “¡No nos birléis el Zurich!”. Era una clara referencia a las últimas páginas de un libro de Lluís Permanyer (Biografia de la plaça de Catalunya, Edicions La Campana, Barcelona, 1995), en la que Lluís se exclamaba: “No em toqueu el Zurich!”. Escribía yo en El País:

“Querido Lluís Permanyer, querido amigo, compañero, querido hermano: No nos cerrarán el Zurich. Renacerá, creo, de la vieja manzana de la vergüenza demolida y edificada de nuevo, al fin, con capital –¡qué vergüenza!– extranjero. Renacerá y tú pasearás tus bigotes y yo beberé mis copas y las extranjera­s mostrarán sus espléndido­s muslos. Como Dios manda. Y, de no ser así, querido Lluís, siempre te quedará el recurso de escribir otro libro, uno más, sobre el Zurich, sobre esa memoria de tu ciudad –de la nuestra, Lluiset– que año tras año nos muestras y devuelves”. Y no cerraron el Zurich. Lo que cerraron fue La Vanguardia

de la calle Pelai (antes Pelayo).

PS. Se nos murió la señora Carme Catà. La señora Catà, octogenari­a, algo mayor que yo, era la poetisa de mi barrio. No todos los barrios de esta ciudad que un día fue nuestra pueden permitirse el lujo de tener una poetisa como la señora Catà. Por Navidad, por Sant Jordi, por la Mercè… leíamos en las tiendas del barrio los versos de la señora Catà. En la puerta de L’avi David, mi carnicería de la calle Rosselló esquina paseo de Sant Joan, se puede leer la última receta de la señora Catà: “Ingredient­s. Un bon manat de coratge, un pessic de dolça pau, un xic de gust de tendresa, tot un rajolí d’amor, un trosset de paciència, amb curull grapat de fe, per un camí que ens espera en el nou dia d’avui”. Descanse en paz.

Fui a la terraza del Zurich porque sigue siendo un punto estratégic­o en mi relación sentimenta­l con Barcelona

 ?? ANA JIMÉNEZ ?? La terraza del Zurich, en tiempos del coronaviru­s
ANA JIMÉNEZ La terraza del Zurich, en tiempos del coronaviru­s

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