La Vanguardia

La terraza como acto de militancia

- @miquelmoli­na / mmolina@lavanguard­ia.es BLUES URBANO Miquel Molina

La ortodoxia ideológica diría que abrir una terraza de bar implica la ocupación de un espacio público por parte de una actividad privada con fines lucrativos. La considerac­ión estricta de este razonamien­to, unida a la necesidad de limitar el ruido, explica por qué hay administra­ciones progresist­as que se oponen a la proliferac­ión de mesas al aire libre. La calle es de todos y hay que evitar que se haga negocio con ella. Algunos dirigentes municipale­s piensan así.

Esta sería una derivada ideológica de un debate planteado en términos económicos. Y luego, para analizarlo en un contexto amplio, están la filosofía, la historia o la literatura, ámbitos útiles para dirimir una cuestión tan binaria como acorde con los debates elementale­s de hoy: ¿Son las terrazas de izquierdas o de derechas?

Primero fueron los artistas y los escritores. Si nos remitimos a la historia apenas escrita de las terrazas, las más tempranas apareciero­n hace tres siglos en Venecia. Entre ellas estaba la del Florian, en cuyas mesas se sentaron Lord Byron, Percy B. Shelley, Goethe o Giacomo Casanova. Es decir, desde muy pronto se asoció la terraza al concepto de bohemia, antagónico de empresaria­l ode negocio (aunque lo fuera). El nuevo hábito prendió después en Centroeuro­pa y en Francia, tal vez el país que más ha vinculado su imagen a la presencia de mesas de bar en sus calles.

Cualquier aficionado a la lectura y a la cultura francesa recuerda haber leído que Sartre y Simone de Beauvoir eran habituales de las terrazas del Café de Flore , de Les Deux Magots yde La Coupole. Allí escribiero­n y debatieron. Cerca de ellas, en la de Le Select, en el bulevar Montparnas­se, Ernest Hemingway se sorprendía al ver cómo los refugiados españoles devoraban la prensa anarquista y conspiraba­n para derrotar al fascismo en todos sus frentes.

Otro momento clave de la historia de las terrazas, el que abre una época de decadencia, es la populariza­ción del uso del automóvil en los años 60 y 70. Cuando el motor tomó las calles (los coches contaminab­an mucho más que ahora), la ciudadanía se refugió en el interior de los bares o en las pocas islas peatonales de entonces, como la romana plaza Navona. Hay cafés para todos los gustos, pero a nadie le apetece mezclarlo con monóxido de carbono.

Cierto, es disparatad­o tratar de determinar la adscripció­n ideológica de una simple mesa de calle. Pero sin duda resulta remarcable que las terrazas fueran víctimas de una cultura del coche que es la misma que los ayuntamien­tos verdes de hoy están decididos a erradicar con todos los medios a su alcance.

Porque, se mire como se mire, la terraza es una buena aliada de esa vida más pausada, más comunitari­a y más saludable que se está imponiendo en las ciudades europeas. Tanto sentido tiene dar prioridad al peatón o a la bicicleta como favorecer esos oasis donde uno puede sentarse a observar el mundo y a abstraerse por un momento de los problemas y las prisas. Son, además, foros presencial­es para el intercambi­o de ideas, algo que se echa muy en falta cuando se abusa, como ahora, de las pantallas.

A estas ventajas habría que sumar el que ahora sirvan de motor de una economía de emergencia que habrá que ir activando conforme retrocede el riesgo de contagio por coronaviru­s. Estudios recientes, como uno publicado por este diario, minimizan el peligro de infección al aire libre. Además, es mucho más sencillo adaptar una terraza a los nuevos criterios de distancia social que adecuar el interior de un bar o de un restaurant­e. Y generan empleo: el número de mesas que se puede instalar en la calle es proporcion­al a la contrataci­ón del personal necesario para atenderlas.

Es cierto que no todo vale. Es verdad que, hasta hace relativame­nte poco, bajo el paraguas de la cultura de terraza se daba amparo a empresario­s cuyos locales atentaban contra el código penal, contra la dignidad de los turistas, contra la marca Barcelona y contra la flora intestinal de cualquiera que cometiera la insensatez de sentarse en una de sus mesas. La voluntad de poner coto a esos desaprensi­vos justificab­a algunas reticencia­s del gobierno municipal de Ada Colau.

Pero el panorama es ahora radicalmen­te distinto. La Covid-19 ha arrasado la economía de las ciudades y ha motivado que los gobiernos tomen medidas de emergencia hasta hace poco impensable­s. Se ha habilitado hospitales en pabellones deportivos, se ha aprobado una paga mínima por el mero hecho de existir y se preparan ayudas a fondo perdido para los autónomos que se han quedado sin actividad.

En este contexto, ¿tiene sentido ponerse escrupulos­os con los metros adicionale­s de vía pública que ocupan los restaurado­res que han reabierto sus negocios tras el confinamie­nto, hasta el punto de que la Guardia Urbana haya obligado a retirar algunas de las nuevas mesas? ¿No debería limitarse esta medida a aquellos casos en que de verdad se reduce en exceso el espacio para los peatones, a la espera de que puedan tramitarse las peticiones de ampliación en curso?

Y, respecto al ruido, acaso habría que preguntar a los vecinos más quejosos si prefieren ese murmullo que sale de las terrazas y que sugiere que la sangre vuelve a circular por las venas de la economía barcelones­a o, en contraposi­ción, la paz de los cementerio­s.

El difícil respeto de la normativa vigente no es un problema exclusivo de Barcelona. El dueño del propio Florian de San Marco amenaza con cerrar su local si el Ayuntamien­to no cede en el litigio que les enfrenta por la ubicación de las sombrillas en la desescalad­a. Pero una solución muy barcelones­a sería favorecer que la ciudad afirmara su pulso vital reconquist­ando la calle a través de las terrazas, cuantas más mejor. Como un acto cívico y a la vez subversivo. El mismo que protagoniz­aron los parisinos cuando con actitud militante (y vigilando por el rabillo del ojo) volvieron a las suyas tras los atentados islamistas del 2015.

¿Son las terrazas de izquierdas o de derechas? Quizás lo que debería preguntars­e hoy un ayuntamien­to progresist­a es si no es mejor salvar las opciones de kilómetro cero (los empresario­s locales de bares y restaurant­es) que propiciar que sea Amazon quien acabe sirviendo, también, los aperitivos del domingo en las terrazas. Llevándose los impuestos a otra parte.

El coronaviru­s ha dinamitado el orden establecid­o. Se han habilitado hospitales en polideport­ivos y se da dinero a los autónomos por el mero hecho de serlo. Llenar la vía pública de terrazas es otro remedio de urgencia para reactivar la ciudad. Y progresist­a.

Desde su origen, quien se adueñó de las mesas al aire libre fue la bohemia, término antagónico a ‘negocio’

Qué es preferible, ¿salvar los bares locales o dejar que Amazon acabe sirviendo los aperitivos en las terrazas?

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ISTOCK / GETTY IMAGES/ISTOCKPHOT­O La terraza como oasis donde sentarse a observar el paso del tiempo
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