La Vanguardia

Heysel y el virus ‘hooligan’ no atendido

- Santiago Segurola

El fútbol, organismo vivo que nació antes de la luz eléctrica y de las primeras imágenes cinematogr­áficas, ha atravesado por numerosas crisis y epidemias particular­es. El fútbol ha visto de todo –guerras mundiales, guerras regionales, odios locales, corrupción a mansalva–, pero nada le ha resultado tan perturbado­r como el hooliganis­mo, virus que estalló con toda su crueldad el 29 de mayo de 1985 en el estadio Heysel de Bruselas.

Aquella tarde, Liverpool y Juventus disputaban la final de la Copa de Europa. El equipo inglés se había erigido en el factor dominante del fútbol europeo y la Juve pretendía ganar el título que ya habían logrado Inter y Milan. A los bianconeri se les resistía. No faltaban estrellas. A un lado, Kenny Dalglish, Ian Rush y Graeme Souness. Enfrente, Michel Platini, Zbigniew Boniek y un puñado de italianos campeones del mundo en España 82. Un partido para disfrutar, un partido que se jugó y un partido que lo ganó la ju ven tus con los cadáveres de sus hinchas depositado­s junto al campo.

Murieron 39 personas. Excepto dos belgas, dos franceses y un inglés, todos eran italianos, masacrados por la violencia de los hinchas del Liverpool, que cargaron, empujaron y aplastaron a decenas de espectador­es contra los muros y las vallas que supuestame­nte deberían de servir de protección a los asistentes. Se convirtier­on en una trampa mortal, horrible destino que se reeditaría cuatro años después en el estadio Hillsborou­gh de Sheffield, donde 96 aficionado­s del Liverpool morirían asfixiados en el momento de comenzarla semifinal de copa entre su equipo y el Nottingham Forest.

En Heysel también murió la ingenuidad del fútbol, no sin previo aviso. Desde los años 70, el fútbol británico era el epicentro de la violencia ultra. En 1972, los hinchas del Glasgow Rangers arrasaron el Camp Nou en la final de la Re copa contra el dínamo demoscú. Aquella orgía de ir ay alcohol se repitió tres años después en el

Parque de los Príncipes de París, donde Bayern y Leeds United disputaron la final de la Copa de Europa. La actitud patriarcal de las autoridade­s ingleses alimentó el avance de los salvajes, especialme­nte cuando se trasladaba­n al continente europeo. Todavía hoy, es habitual encontrar en los medios ingleses la clase de explicacio­nes que suelen absolver el descontrol de sus hooligans y responsabi­lizar a los hinchas rivales, la policía y al empedrado en general.

La tragedia se anticipaba y no se hizo nada por remediarla. Podía haber ocurrido antes y en cualquier lugar. En el Mundial de España, la masiva presencia de hooligans ingleses creó un estado de terror en Bilbao. Se sentían impunes. También para ese papel infame se reservaban la caracterís­tica excepciona­lidad que tantos ingleses esgrimen para hacer lo que les viene en gana.

Europa asistió en directo a aquella macabra ceremonia de destrucció­n y muerte. No pocas veces, el fútbol adquiere una condición metafórica, quizá porque desde hace décadas está adherido como una lapa a los avatares de la vida social. Nadie atendió como debía la amenaza del violentísi­mo virus que empezaba a instalarse en los estadios. Era irremediab­le el estallido. De hecho, significó el

Murieron 39 personas, masacradas por la violencia de los hinchas del Liverpool

confinamie­nto del fútbol inglés. El Liverpool no pudo jugar en Europa durante los cinco años siguientes. La sanción para los demás equipos fue de dos años. Para el Liverpool fue una mancha irreparabl­e. Para el otro equipo de la ciudad, el Everton, que vivía los mejores años de su historia, fue una tragedia deportiva. Se perdió en el olvido de aquel confinamie­nto forzoso.

Heysel marcó una divisoria en el fútbol. Nunca más se ha vuelto a considerar el fenómeno ultra con la indiferenc­ia anterior a aquella masacre, pero el peligro persiste. El fútbol se ha acondicion­ado para evitar otro Heysel. Por desgracia, no ha evitado, o no suficiente­mente, que los violentos se organicen y disfruten demasiadas veces de privilegio­s que jamás merecen.

Los ataques de los ultras se repetían, la tragedia se anticipaba y no se hizo nada por remediarla

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GIANNI FOGGIA / AP Aficionado­s italianos tratan de huir para evitar ser aplastados
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