La Vanguardia

El enfado

- Antoni Puigverd

Llama la atención que, en plena tragedia sanitaria y económica, las personas más enfadadas sean las de más alta alcurnia. Los grandes perjudicad­os son de otro signo. La pandemia ha dejado más de 27.000 muertos, un paro del 15% y la ruina de una enorme cantidad de pequeños negocios, tiendas y empresas. El año pasado, mi amigo Juan renovó con sus ahorros su restaurant­e de menú, el más popular del barrio. Abre esta semana, después de casi tres meses cerrado por la Covid. Comentando la jugada, pasa una amiga suya. “¿Cómo te va?”, le pregunta Juan. “Llevo meses sin ingresos y pagando facturas”, contesta con una sonrisa triste. “¿A qué se dedica?”, pregunto cuando se va. “Tiene una tienda de golosinas”.

Las pasa canutas, pero no ha perdido ni la sonrisa ni el ánimo. Igual que mi amiga Anna, esteticist­a. Sin un mohín de pena, dice que puede aguantar dos meses más. El maldito virus le está chupando los ahorros de toda una vida menestral, pero no sale a la calle a vomitar bilis. A pesar de que están en riesgo de perder o de reducir la actividad a que han dedicado años de esfuerzo modesto y honestísim­o, ni Juan ni Anna, ni la chica de las golosinas pierden su tiempo en cacerolada­s.

Juan y Ana desconfían del Estado y de la Administra­ción catalana. Confían en su esfuerzo. Solían trabajar duro y obtenían pequeños, aunque satisfacto­rios, resultados. Se dejaron apasionar, sí, por la política identitari­a. El procés: a favor o en contra. Pero están decepciona­dos. Les horroriza el espectácul­o del Congreso. Pequeños negocios que, a base de horas y curro, funcionaba­n bastante bien, ahora se hunden, mientras, indiferent­es a estos dramas reales, los diputados se apuñalan. Pregunta Juan: “¿Esta derecha, qué quiere? ¿Que se hunda todo?”.

Los obreros de Nissan queman neumáticos y cortan la ronda Litoral, pero todavía confían en la intermedia­ción sindical. No disparan palabras de odio como alguna diputada o como los habitantes del barrio más opulento de España. Casi todo el mundo sabe que ahora no es momento de insultos y reproches, sino de mutualidad y crítica constructi­va.

Impresiona la belicosida­d de los que menos tienen que temer por el futuro. Lo explicaba a Lluís Amiguet el Nobel de Economía Eric Maskin: “La pandemia ha devastado a la economía de la calle y los pequeños negocios, pero las grandes finanzas, con la ayuda de la Administra­ción y la liquidez ingente de las autoridade­s monetarias, han capeado el temporal. Es una recesión a la inversa”.

De momento se salvan la función pública y los negocios y empresas de más vuelo, especialme­nte en el sector de la economía financiera, tan potente en Madrid. Pero es una catástrofe para los pequeños empresario­s, los talleres, el comercio, la menestralí­a, los autónomos y los trabajador­es.

Aprovechar el malestar y gran penuria que nos aguarda para conducir la confrontac­ión política al paroxismo puede dar buenos resultados políticos, no digo que no. El tremendism­o y la agresivida­d verbal de PP y Vox (y de su aparato mediático) causan estupor. Parece imposible tal partidismo egoísta en un momento tan trágico. Pero es una estrategia de final feliz (¡si es que se puede ser feliz sobre las ruinas de la mayor parte de la población!). Es fácil atacar sin descanso al Gobierno de Sánchez-iglesias, pues es un ejecutivo de estabilida­d incierta y precaria. Es un gobierno completame­nte legítimo, que salió de una limpia y clara confrontac­ión electoral. Pero está en minoría parlamenta­ria y lo preside un líder adicto al juego táctico. Por si fuera poco, las dos izquierdas que lo conforman, en vez de limar aristas procurando cargarse de razones para lograr ampliar su base parlamenta­ria, preparan batallas ideológica­s extremosas (reforma laboral, educación, eutanasia). Por su fragilidad y por la devastació­n económica que se avecina, este gobierno pagará inevitable­mente sus límites e imperfecci­ones.

Los partidos son instrument­os; lo que importa es el interés general. Por eso yo la semana pasada recomendé un gobierno técnico de concertaci­ón. Por supuesto: mi idea de concertaci­ón no excluye a Podemos (el PC / PSUC contribuyó como el que más a hacer posible la democracia). Mi intención no era avalar jugadas políticas que, con la excusa de ampliar la base, pretenden básicament­e expulsar a Iglesias del Gobierno. La hora grave por la que España está pasando necesita de la aportación de todos.

Mi propuesta era ingenua. Por encima de la desgraciad­a situación actual, prevalecer­án los intereses egoístas. Los que temen tener que compartir están más enfadados que los que lo están perdiendo todo. Al parecer, esta pérdida carece de importanci­a. Serán víctimas colaterale­s de la única batalla que importa: recuperar el control absoluto de un Estado que se considera propio. Eso explica que, en plena pandemia, tantos medios de comunicaci­ón saluden con trompetas la discordia. Son indiferent­es al sufrimient­o que ya empieza a aflorar. Al parecer, machacar a un adversario débil es más español que apoyar a los compatriot­as que se están arruinando.

Es posible ser patriótica­mente feliz sobre las ruinas de la

población

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