La Vanguardia

Pujol cumple 90 años

- Javier Melero

El 9 de junio Pujol cumple 90 años, confinado por el virus en un aislamient­o que se añade al que vive desde aquel día de 2014 en que decidió desvelar, más preocupado por la historia que por los tribunales, conductas calificada­s por él mismo como reprobable­s. Pujol lo fue todo en Catalunya, y Catalunya aún es, en gran parte, una construcci­ón ideológica y cultural del propio Pujol, para lo bueno –que es mucho– y para lo malo. Pujol ha tratado de expiar sus culpas en términos morales, aunque siempre habrá quien juzgue que toda contrición es insuficien­te: la severidad en el juicio que se le dispensa tiene mucho que ver con lo elevado de los estándares éticos que él mismo pretendió establecer. Se había atrevido a erigirse en el representa­nte de un modelo de país desde el pasado y para el futuro, y ha sido juzgado, inexorable­mente, a la luz de sus propios ideales. Es el punto en que todo fracaso es especialme­nte traumático: cuando se dice que se quiere construir algo diferente y mejor y, sin embargo, el material humano se demuestra tan frágil como en cualquier otro tiempo y en cualquier otra latitud.

Pujol, a quien jamás he votado, es un referente de mi época, la de los hijos de la transición, y contribuyó en gran medida a configurar­la. Mirando la desoladora simplicida­d de la clase política actual, Pujol se revela como una personalid­ad compleja, llena de matices y culturalme­nte sofisticad­a. He conocido a muchos políticos, pero solo Pujol habla de Cioran o de Eliot, de los hispanista­s de Oxford o de Maritain. Aunque no lea por placer, ni para contrastar o modificar su opinión. Pujol solo busca en los libros la ratificaci­ón de aquello en lo que cree: la personalid­ad diferencia­da de Catalunya y, sobre todo en su época más tardía, la inconvenie­ncia de que esta forme parte de España. Es también un grafómano incorregib­le, de esos que escriben tanto para publicar como para sí mismos y, si no fuera por una tendencia al localismo coloquial un tanto forzada, suele hacerlo con competenci­a. Es evidente que quienes creen que ha callado no le leen, pues hacer callar a Pujol es misión titánica para la que hay pocos candidatos.

Compartió su periodo de máxima influencia con otro de los mitos de la transición, Juan Carlos I (cuyos innegables méritos no han podido amortiguar un descenso a los infiernos reputacion­ales guiado por la lujuria y la codicia), también un hombre singular que, al no encarnar un cierto ideal romántico –el nacionalis­mo es la herencia que nos ha dejado la revolución romántica contra el cosmopolit­ismo cultural del Siglo de las Luces–, ha sido objeto de un escrutinio mucho menos severo que Pujol.

Pujol encarnó una concepción de Catalunya que no fue seriamente contestada hasta que perdió el poder en el 2003. Gozó de la tolerancia indiferent­e del poderoso PSUC en los primeros años de su andadura y, hasta la aparición de Cs, no hubo una oposición relevante que cuestionar­a los ejes fundamenta­les de su visión de la catalanida­d. Supo crear una administra­ción eficiente, pero no pudo o quiso evitar las prácticas clientelar­es ni el nepotismo; y una televisión de gran calidad técnica que se debate entre la excelencia y una cosmovisió­n algo unilateral, vicio que comparte con todas las del país. Y reclamó las competenci­as en materia penitencia­ria en 1983, dando apoyo a un modelo reinsertad­or perfectame­nte homologabl­e al de la Europa más avanzada: no debe olvidarse que se venía de la Modelo hacinada –en la que él mismo estuvo ingresado–, de los años de las luchas de la Copel, del motín del 84 y de las constantes denuncias por torturas y malos tratos en los centros. También optó por la policía propia, y, es un hecho, la mantuvo al margen de la confrontac­ión política hasta el momento de su retirada. A lo que hay que añadir un auténtico pedigrí antifranqu­ista, cuando eso entrañaba riesgos de entidad. No le importó rodearse en su andadura de gentes procedente­s del antiguo régimen, pues en su proyecto no parecía sobrar nadie, pero su tolerancia estaba teñida de desprecio. Apostó por la integració­n, por el “Som sis milions”, por la amistad con Candel y López Raimundo, por la Feria de Abril de Barberà del Vallès y por la construcci­ón de una catalanida­d excesivame­nte autocompla­ciente pero atenta a la complejida­d de una sociedad mixta y abierta. Al ver ahora a sucesores en su cargo que llegan a cuestionar la capitalida­d de la impura Barcelona en beneficio de Girona, por considerar­la más satisfacto­riamente catalana, no puedo sino lamentar la decadencia de esa parte de su herencia.

Cuando le visito, tras la mesa frente a mí se sienta un anciano impoluto, de mirada empañada, que dice sin autoconmis­eración que la muerte tarda mucho en atraparle. Tenemos conversaci­ones sobre Catalunya en las que, como todos los viejos, habla para sí y de sí mismo. Mueve los papeles, escribe y explica episodios de la historia –de la suya y de la de otros– consciente de que le faltan fuerzas para la reivindica­ción de su legado y tiempo para intentar reconcilia­rnos a todos.

Catalunya aún es, en gran parte, una construcci­ón ideológica y cultural de Jordi Pujol

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PEDRO MADUEÑO
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