La Vanguardia

Con la biblioteca al fondo

- Llàtzer Moix

Un efecto colateral de las videoconfe­rencias, tan frecuentes en estos tiempos de teletrabaj­o, ha sido la exhibición de parte del propio domicilio. Al menos, de la parte que queda a la espalda de cada videoconfe­renciante. A algunos les gusta compartir, y aprovechan la ocasión para colocar la cámara del ordenador estratégic­amente y, así, lucir salones, mobiliario y terrazas. Otros son partidario­s de la discreción y ciegan su cámara: con que me oigan, dicen, ya es suficiente. Otros, menos radicales, pero igualmente celosos de su intimidad, eligen como fondo una pared blanca y desnuda.

Hay otras opciones más naturales, como por ejemplo conectarse en la habitación que uno usa habitualme­nte para trabajar en casa, que suele ser la que no da problemas con internet. Si se trata de un pequeño despacho, tendrá una mesa, una silla, un ordenador y, probableme­nte, algunos libros. Aunque el tamaño de la biblioteca es variable. Pueden ser varios libros de consulta sobre la mesa, o algunos más en un anaquel, o rimeros por los suelos, o incluso estantería­s que cubren las paredes de lado a lado y de arriba abajo.

Los bibliófilo­s que guardan en casa gran cantidad de libros y que, inevitable­mente, a la hora de la videoconfe­rencia aparecen con muchos de ellos a su espalda, han recibido estos días críticas. “Se las dan de intelectua­les”, les reprochan sus censores, en un tono reprobator­io similar al usado para decir “se las dan de buenas personas (y son muy malos)”.

Ya sabemos que el intelecto nos da muchos problemas. Pero de ahí a presentar la vida intelectua­l como algo criticable… ¿Nos haría acaso mejores presentarn­os con una panoplia de caza –rebecos de ojos tristes, jabalíes de colmillo retorcido– detrás? ¿Con los trofeos ganados en campeonato­s de petanca? ¿Con la colección de chapas de botellas de cava meticulosa­mente ordenada? ¿Con una repisa colmada de pongos tipo cerámica de Vallauris, candelabro de la abuela y reproducci­ón en plástico de la torre Eiffel?

Los libros no son lo peor que uno puede tener en casa. Y, ya puestos, es mejor tener bastantes, al menos todos los que nos gustan, más que unos pocos, y no digamos que solo uno. Esta última afirmación hubiera desagradad­o a Mao Tse Tung, que decía que cuantos más libros lee uno más estúpido se vuelve. Claro que lo que pretendía el líder chino era que la gente se pasara la vida con un solo libro –su Libro rojo–, del que colocó 900 millones de ejemplares. Un tipo listo, Mao. Y un tirano. De hecho, las personas de un único libro son carne de adoctrinam­iento y fanatismo.

Por tanto, cuantos más libros –buenos– tenga uno, mejor. Porque en los libros está la vida, vertida por espíritus escogidos. Por eso el poeta y ensayista Logan Pearsall Smith, que era un poco exagerado, decía “la gente opina que lo importante es la vida, pero yo prefiero leer”.

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