La Vanguardia

Informe personal

- Juan-josé López Burniol

Tenía escrito un artículo para este sábado sobre el Estado profundo, e hilvanado otro sobre la caída de la República de Weimar por la atribución de poderes excepciona­les a su presidente. Pero la pendiente por la que la política española se desliza hacia el despeñader­o me exige un posicionam­iento personal. Quienes tenemos el privilegio –porque privilegio es– de expresar nuestras ideas sobre temas generales desde un medio como La Vanguardia tenemos también la obligación de pronunciar­nos con claridad sobre aquellos en la medida de nuestras capacidade­s. Porque muy grave es la situación en que nos hallamos. Una crisis sanitaria global ha desencaden­ado una crisis económica devastador­a, capaz de generar tensiones sociales y conflictos políticos de extrema gravedad en un futuro inmediato. Con el agravante de que la pandemia consuma el fin ya anunciado de un ciclo histórico: el fin de la hegemonía de Occidente con la emergencia de China como gran potencia dominante. Y, en medio de esta crisis, han vuelto a España sus demonios familiares: su división cainita, su radicaliza­ción visceral, la conversión del adversario en enemigo y la violencia verbal como pórtico de otras agresiones ya insinuadas. A esta situación me refiero, sin citar a nadie y sin una mala palabra.

España viene de donde viene. De un siglo XIX agónico, de una República abortada, de una sublevació­n, de una Guerra Civil de pobres y de una larga dictadura. Unos antecedent­es tremendos, con pocos espacios de paz y libertad. Tanto es así que, cuando comencé a leer historia –casi un niño–, me preguntaba ingenuo: de haber vivido en los años treinta, ¿qué hubieses sido?; y me respondía así: de haber estado en un bando, anarquista, y de haber estado en el otro, falangista. Quizá en esta ambivalenc­ia infantil resida la razón por la que siempre he considerad­o que los muertos del Cuartel de la Montaña y de Paracuello­s son mis muertos; que los muertos de Badajoz, de todas las cunetas y de la represión posterior a la guerra son también mis muertos; como también son mis exiliados todos cuantos tuvieron que marcharse al concluir el desastre. Quizá sea así porque siempre me he sentido español. Pese a saber que –para Cánovas– son españoles quienes no pueden ser otra cosa, me identifico con Azaña cuando dice: “Soy español como el que más lo sea; pudiera haber sido patagón o samoyedo, pero, en fin, soy español, que no me parece, ni en mal ni en bien, cosa del otro mundo”. A lo que añade: “(España) es, sin duda, la entidad más cuantiosa de mi vida moral, capítulo predominan­te de mi educación estética, ilación con el pasado, proyección sobre el futuro (...). Me siento vivir en ella, expresado por ella y, si puedo decirlo así, indiviso”.

Desde esta misma perspectiv­a celebré la transición como un proceso valiente y prudente, inteligent­e y hábil, generoso y fecundo, que hizo posible la paz, la concordia, la democracia, la libertad, el desarrollo y la normalizac­ión de nuestra presencia internacio­nal. Cuantos la hicieron posible merecen ser recordados con admiración y gratitud. Voté UCD mientras existió y, tras ella, al Partido Socialista como fiel compañero de viaje hasta hoy mismo. A comienzos de los noventa pensé, con ilusión y confianza, que “Espanya havia tombat per bé”. Pero fue un espejismo. Poco después comenzó de nuevo la zambra. Y, de uno u otro modo, buena parte de los actores políticos –a babor y a estribor– han sido responsabl­es de ello por acción u omisión. Se comenzó erosionand­o los consensos básicos, se pasó a cuestionar primero la transición, la Constituci­ón y la monarquía, para terminar propugnand­o algunos la secesión unilateral y otros el fin, puro y duro, del que con desdén llaman “régimen del 78”. De ahí a las recientes sesiones parlamenta­rias con un nivel de crispación verbal guerracivi­lista mediaba un paso. Se ha dado. ¿Cuál será el siguiente?

Solo hay una salida: que los dos grandes partidos –Partido Socialista y Partido Popular– pacten media docena de cuestiones básicas, sin excluir a priori del pacto a ningún otro partido, para poner a salvo el Estado en la gravísima situación que se avecina. Sé que parece una locura cuanto digo, pero no hay otra salida. Está llegando un momento crítico de la historia española. Puede ser una crisis existencia­l.

Y ya que he citado a Azaña, cierro este artículo con otras palabras suyas: “Cuando se está a la cabeza de un gran pueblo (…) el alma más frívola se cubre de gravedad pensando en la fecundidad histórica de los aciertos y los errores”.

Solo hay una salida: que los dos grandes partidos pacten media docena de cuestiones básicas

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