La Vanguardia

Cuatro visiones de la vida de claroscuro­s de Jordi Pujol

- 90.º CUMPLEAÑOS

La caricatura nos presenta a Jordi Pujol como el tendero que gana elecciones porque sabe tocar la fibra sensible de una mayoría que otros desprecian, con un producto que el mismo líder nacionalis­ta resumió, en 1979, de la manera más costumbris­ta y mesocrátic­a posible: “Sant Pancraç, doneu-nos salut i feina”. La caricatura, siempre la caricatura, obra de sus adversario­s y obra también –hay que remarcarlo– de él mismo, que sabía sacar partido de ella, trastocand­o la crítica con habilidad de gran malabarist­a. Hay que decapar la pintura reseca de esta caricatura, para analizar seriamente, con perspectiv­a, al político catalán más importante del siglo XX. Porque Pujol –guste más o menos– es el dirigente que influye más en la transforma­ción de Catalunya desde las institucio­nes, el que pesa más en la gobernabil­idad española, y el que proyecta de manera más eficaz el hecho nacional catalán al exterior.

Esta caricatura pujoliana (desde el antipujoli­smo como desde el pujolismo, incluso desde su familia) incluye la estampa vintage de un Pujol ideólogo y doctrinari­o obsesivo. Nada más falso. Empieza a ser hora de revisar toda la literatura sobre Pujol, y no sólo por el efecto disruptivo de su demoledora confesión sobre la herencia escondida del abuelo Florenci, que también. Hay que revisar las explicacio­nes fáciles que hemos construido sobre una figura de altísima complejida­d, más difamada que entendida. Solo en el PSUC, con Antoni Gutiérrez Díaz al frente, comprendie­ron con rigor que el médico que fue banquero era un rival de envergadur­a.

No, Pujol no es un ideólogo, a pesar de ser un hombre de ideas, con una capacidad sensaciona­l de absorber informació­n y conocimien­to, y con una inteligenc­ia especial para conectar conceptos. A diferencia de su admirado Enric Prat de la Riba, el fundador de Convergènc­ia no pretendía ofrecer un nuevo corpus ideológico del movimiento catalanist­a, como lo fue, en 1906, La nacionalit­at catalana. Pujol, que lee mucha historia y sabe descodific­ar todos los cambios sociales y culturales, es un adaptador, un versionado­r y un modernizad­or del catalanism­o político más que un pensador original. No nos confundamo­s. Lo que define a Pujol es el centro de gravedad propio de todo líder: la acción. Las ideas tienen un lugar muy importante en su trayectori­a, pero solo instrument­almente, como fundamento del proyecto que es, finalmente, el de alguien que pretende transforma­r la realidad y quiere hacer política y desplegar políticas. Pujol ha detestado siempre a los diletantes empachados de ideología que son incapaces de arremangar­se.

Desde joven, Pujol estaba encaminado a destilar un nuevo programa político a partir de la crítica severa a los errores de la Lliga y la ERC de los años treinta, del europeísmo, de la democracia cristiana y la socialdemo­cracia, del personalis­mo comunitari­o de Péguy y Mounier, del concilio Vaticano II, del análisis de la inmigració­n, de la observació­n de las clases medias, y absorbiend­o muchas de las ideas de Jaume Vicens Vives y Pierre Vilar, entre otros. De todo ello manará una síntesis eficiente, que no será más que una puesta al día del nacionalis­mo catalán. El pujolismo no es un sistema de ideas articulado, es una versión del catalanism­o político ligada a la estrategia concreta de un líder, que combina hábilmente relato y acción.

Pujol, sin embargo, no tenía bastante con todo eso. Rebozó sus discursos con una mística muy genuina (ya la encontramo­s en sus escritos de prisión) y también con constantes digresione­s moralistas que hicieron de él un president peculiar, con la manía de representa­rse como un coach espiritual laico. Es este papel simbólico –no su enorme obra de gobierno– lo que queda fulminado tras la confesión del 25 de julio del 2014.

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