La Vanguardia

Los pollos de Lluís B.

Símbolo de la abundancia en los años sesenta, el pollo asado vive un inesperado regreso en esta obligada fase de cambios en el mundo de la restauraci­ón

- Ramon Aymerich

El padre de Lluís B. empezó a vender pollos a l’ast en 1968. El pollo tal y como lo comemos hoy es un producto inventado por los americanos en los días que siguieron a la Segunda Guerra Mundial. La economía de Estados Unidos iniciaba una fase de expansión económica que iba a durar treinta años y había una demanda exponencia­l de proteína para sustentarl­a. En pocos años, granjeros y genetistas habían conseguido rebajar de veinte a nueve semanas el tiempo de engorde del broiler, una variedad diseñada para dar el máximo de carne y que podía ser producida de forma masiva. Las primeras granjas avícolas se implantaro­n en España a mitad de la década de los cincuenta. Diez años más tarde el pollo era una de las primeras conquistas de la pequeña e incipiente sociedad de consumo.

El pollo era símbolo de abundancia porque el país tenía muy interioriz­ada el hambre que había pasado en la posguerra. De hecho, uno de los personajes de historieta más populares y siniestros de aquellos años se llamaba Carpanta. Creado por el dibujante barcelonés José Escobar, Carpanta era un sintecho que vivía bajo un puente y que era capaz de cualquier cosa para poder comer, su única obsesión. Carpanta (que en el sentido estricto del término significa “hambre atroz”) tenía un sueño recurrente: un pollo asado al que siempre estaba a punto de hincarle el diente, pero al que al final le salían alas y huía volando.

El pollo a l’ast, así llamado porque lo empalan en un gran pincho metálico que gira sobre unas brasas, fue durante mucho tiempo el único plato precocinad­o que tenía permitida la entrada en casa. Y solo los domingos.

A comienzos de los ochenta, Lluís B. se fue a Francia para aprender a cocinar. Los pollos y los canelones no bastaban ya para hacer un restaurant­e. No fue el único en marcharse fuera. Al país le había entrado una fiebre repentina por comer bien. Los almuerzos de negocios se sofisticar­on. Las clases medias cultas enloquecie­ron con la gastronomí­a. La frugalidad era una pérdida de tiempo. El chamán local de ese deshielo en las costumbres era Manuel Vázquez Montalbán, un periodista que conectaba el marxismo con la novela negra, el Barça y la comida. Y que escribía cosas como que “la gastronomí­a ocupa un amplio espacio de saberes y sabores, de reflexión intemporal y fugacidad histórica: la gastronomí­a, como la misma religión, es cultura”.

A partir de ahí todo fue rodado. Apareciero­n buenos cocineros. A Lluís B. le dieron una estrella Michelín. Hubo chefs que empezaron a disertar como filósofos. Otros escribiero­n libros, salieron en televisión y firmaron grandes contratos como si fueran futbolista­s. Se abrieron restaurant­es con tanto ruido mediático que parecían start-ups california­nas. Y unos cuantos se comprometi­eron con fondos de capital que les exigían un rápido retorno del dinero invertido. En la última década algunos fracasaron en medio de un clima que tenía toda la apariencia de una burbuja...

Hasta que llegó la pandemia.

Las matemática­s de la pandemia son crueles para los restaurant­es. El negocio depende de unos márgenes que están directamen­te relacionad­os con la ocupación del espacio. Las normas de distancia social pueden hacer que un negocio no sea rentable y sea más inteligent­e mantenerlo cerrado antes que abierto con pérdidas. El dilema es universal y tiene la referencia más cercana en la campaña de los italianos, el “Io non apro” (“Yo no abro”).

La pandemia ha conducido a la hostelería a un escenario radicalmen­te diferente. Hay una preocupaci­ón por la seguridad que en el mejor de los casos durará todavía unos meses. Hay casas en las que se ha vuelto a cocinar después de no hacerlo desde principios de siglo. Y luego está la economía... Cuando la niebla del virus se disipe, quedará un paisaje de pérdida de poder adquisitiv­o entre sectores de la población. Hace una semana que Lluís ha reabierto el local. Pero lo que también ha hecho es volver al pollo a l’ast. Cincuenta y dos años después. La máquina en la que giran ahora es de la misma empresa que ya los fabricaba a finales de los sesenta. Pero ha cambiado tanto que parece un prototipo de nave diseñado por la NASA. Los pollos también han sufrido cambios. Ya no son los pollos de Carpanta. De hecho, los cocineros no consideran que el pollo sea un plato fácil. Los hay tardan semanas en el méeba-error hasta conseguir r jiente y una carne suculenta. ambién es clave. Al pollo lo llaa magnolia de los alimentos, combia bien con sabores fuertes. Pero hay que saber hacerlo. Algunos cocineros se han alejado del agrobusine­ss y han optado por las razas locales. Otros se han universali­zado. Los peruanos de Barcelona, antes que con el ceviche, acumularon capital con el pollo asado.

La pandemia no acabará con la restauraci­ón. Pero abre un periodo de grandes cambios. Será un entorno más hostil en el que la opción industrial e imbatible del fast-food, con más oxígeno financiero y más espacio, parte con ventaja al lado del pequeño restaurant­e. Pero eso ya era previsible. Segurament­e, cerrarán también algunas de las cadenas de restaurant­es que se abrieron con grandes expectativ­as financiera­s. Ya habían empezado a hacerlo antes de la llegada del virus. Pero sobrevivir­án los restaurant­es que den buena comida. Los que sepan hacer felices a sus clientes. Los que cocinen los productos locales. Cuanto más locales, mejor. Los que adopten el delivery como un servicio más. O los que reinventen el pollo a l’ast, mucho tiempo después de que entrara en nuestras casas.

Las matemática­s de la pandemia son crueles para los restaurant­es: donde cabían seis, ahora caben tres

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l o enta años espu s e entrar en casa
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