El gran “vendedor” de Catalunya
La relación de Pujol con los gobiernos españoles, es decir, la relación de la Generalitat que presidía y el Estado, la explica él mismo en uno de sus libros de memorias: “Para conseguir una autonomía de gran calidad social que garantizase la identidad catalana y que fuera reconocida dentro y fuera de España teníamos que ser fuertes en Catalunya y tener peso en Madrid”.
Probablemente su primer vínculo fue con la Corona. La relación con Juan Carlos I tuvo complicidad, como se demostró en el célebre “tranquil, Jordi, tranquil”. Muchos años más tarde le pregunté por su memoria del rey y me respondió que pensaba que el monarca nunca entendería a Catalunya, pero “inspiraba confianza” y gracias a esa actitud real “Catalunya siguió creyendo en su buen encaje en el Estado, se hicieron progresos lingüísticos y el ambiente fue muy positivo”. La confianza se trasladó a Felipe VI cuando, siendo todavía Príncipe de Asturias, reconoció una identidad nacional catalana. Según Charles T. Powell, a Pujol le gustó tanto que animó a Felipe González a que hiciese suyas las palabras del Príncipe.
Un peldaño más abajo, no hubo gobierno español que no dependiera de Pujol en algún momento. Dependió Adolfo Suárez, que consiguió la investidura, legislar y salvarse en una moción de censura gracias a los votos de la entonces llamada “minoría catalana”. Dependió Felipe González cuando perdió la mayoría absoluta en 1993 y se mantuvo en el poder gracias a los escaños de CIU hasta que Pujol en 1995 le dijo: “Lo lamento mucho, voy a tener que retirar el apoyo, pero de verdad que lo siento mucho por ti”, y González no pudo aprobar los presupuestos y tuvo que convocar elecciones. Dependió Aznar, que selló el Pacto del Majestic días después de que los hinchas del PP celebraran la victoria del 96 con un “Pujol, enano, habla castellano”. Y de su partido dependió Zapatero, porque sus escaños salvaron al gobierno y a la propia España, que el PP dejaba caer, en el dramático mayo del 2009. De Rajoy no hablamos porque, aunque gobernase Pujol, no lo podría salvar después del 155.
Hoy se puede decir que la relación Pujol-españa ha sido una exhibición de pragmatismo, de realismo y de inteligencia política. Pujol elaboró, sin duda, las bases de lo que ahora se conoce como “estructuras del Estado catalán”, pero no creyó en la independencia como meta alcanzable. En consecuencia, aplicó su principio: una Catalunya grande en una España grande. Se dedicó tanto a esa idea que el diario ABC lo proclamó “Español del año 1984”.
Nunca quiso que un militante de CIU, ni Durán Lleida ni Miquel Roca, fuese ministro, pero facilitó la gobernabilidad, su obsesión. Y, naturalmente, le puso precio: gran parte del desarrollo autonómico se logró por esos acuerdos, incluso con Aznar. Los gobernadores civiles desaparecieron como tales porque él lo exigió. No es cierto, en cambio, que Aznar haya sacrificado a Aleix Vidal Quadras por su exigencia. Miguel Ángel Rodríguez lo recuerda como un socio incómodo, que intentaba exprimir todo lo que podía: “cada final de una negociación era el comienzo de la siguiente”. El resumen de esta relación es que se cambió estabilidad por autogobierno de Catalunya. Ese era el negocio.
Pero hay una parte menos recordada: el apostolado de Catalunya que Pujol hizo por gran parte de España. Viajó a muchas provincias como un vendedor de una mercancía llamada Catalunya. En 1983 organizó en Madrid una magna exposición de sugerente título: Catalunya dins l’espanya moderna. Se reunía con grupos de periodistas y personajes de toda condición en Barcelona o Madrid. Un gran vendedor. Su etapa es, probablemente, la edad de oro de la relación, ahora turbulenta, Generalitat-estado español.