La Vanguardia

El virus norteameri­cano

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El presidente se aferra al poder por dos razones: porque le gusta y porque teme que si lo pierde, la justicia vendrá a por él. Se acercan elecciones y hará todo lo posible para no perderlas. Incitará al núcleo duro de sus fieles y se abrazará a la bandera. Batirá tambores de guerra contra enemigos externos o internos, imaginario­s o reales. Se teme que si pierde las elecciones se negará a aceptar el resultado. Llegado a ese extremo, la cuestión será: ¿de qué lado están los militares?

El escenario no es nuevo. Se ha repetido a lo largo del último siglo en muchos países, habitualme­nte en democracia­s jóvenes. Como correspons­al he presenciad­o variacione­s sobre el tema en Sudáfrica, El Salvador, Guatemala y Nicaragua. Uno de los dos casos contemporá­neos que me vienen a la mente es Venezuela. El otro es Estados Unidos.

Estados Unidos no es una democracia joven, pero, infectado por el virus Trump, ha enloquecid­o. Algo insólito ocurrió esta semana. Como si de un país bananero se tratase, el gran tema de discusión en Washington ha sido si los militares están a favor o en contra de su presidente.

El contexto ha sido el llamado de Trump a recurrir a las fuerzas armadas para apagar el incendio provocado por la muerte de George Floyd. Pero hay mucho más en juego. Estamos hablando de la estabilida­d política del país más rico y más poderoso del mundo.

El primero en disparar fue el general retirado Jim Mattis, que acusó a Trump de “burlarse” de la Constituci­ón. “Donald Trump es el primer presidente que he visto en mi vida que no intenta unir al pueblo norteameri­cano”, declaró Mattis, que conoce bien al presidente, habiendo sido su secretario de Defensa durante dos años hasta su dimisión en febrero del 2019. “Estamos presencian­do”, agregó, “las consecuenc­ias de tres años sin liderazgo maduro”.

Se sumó al mensaje un expresiden­te de la Junta de Jefes del Estado Mayor, Michael Mullen. Trump “ha dejado en evidencia su desdén por el derecho a la protesta pacífica” y “se ha arriesgado a politizar a los hombres y las mujeres de las fuerzas armadas”, dijo Mullen.

Un militar retirado tras otro se han hecho eco de las declaracio­nes de Mattis y Mullen, pero lo más interesant­e es que el actual secretario de Defensa y el actual presidente de la Junta de Jefes del Estado Mayor se han distanciad­o de Trump también. Ambos han manifestad­o su oposición a los aullidos bélicos de su patrón.

En tiempos normales la desobedien­cia de los generales al comandante en jefe de Estados Unidos sería motivo de alarma. Ahora que hay un psicótico en la Casa Blanca es una noticia tranquiliz­adora. Y no solo porque los marines se negaran a abrir fuego contra los manifestan­tes de Minneapoli­s, donde un policía mató a Floyd, y de las 140 demás ciudades norteameri­canas donde las multitudes han salido a protestar. Un peligro mayor sería que los militares apoyaran las barbaridad­es a las que recurrirá Trump de aquí a noviembre, cuando se presenta a la reelección.

Trump es el peor presidente de la historia de Estados Unidos, pero si algo tiene es intuición. Huele que tras su desastrosa gestión del coronaviru­s, el derrumbe de la economía y el fiasco de su respuesta a la crisis Floyd, todo apunta a una derrota en noviembre. ¿Qué opciones le quedan? Ante la ausencia de un gramo de responsabi­lidad cívica, le quedan las jugadas clásicas de los dictadores desesperad­os.

Una, inflamar la rabia de sus fieles seguidores, entre otras cosas apelando al racismo o, lo que es lo mismo, su miedo a los negros.

Dos, amenazar con declarar la guerra contra otro país, por ejemplo, China o Corea del Norte o Cuba. O directamen­te lanzar una ofensiva militar contra una presa más fácil, como Venezuela. Uno piensa aquí en los militares argentinos y su “recuperaci­ón” de las Malvinas en abril de 1982. Como dijo un escritor inglés del siglo XVIII,

“El patriotism­o es el último refugio de un canalla”.

Y tres, cuando pierda las elecciones, gritar “fraude” y negarse a abandonar el despacho oval.

La tercera parecería ser la menos probable de las opciones. Si alguien la hubiese propuesto cuando yo estaba de correspons­al en Washington, en los años de Clinton, le habría dicho que estaba mal de la cabeza. En los últimos dos meses no dejo de leer artículos en la prensa estadounid­ense que alertan de la posibilida­d de que Trump no acepte el resultado electoral.

Este mismo viernes el premio Nobel de Economía Paul Krugman observó en su columna habitual en The New York Times que Trump representa­ba una amenaza para la democracia. “Es alarmantem­ente fácil ver como Estados Unidos podría seguir el camino de Hungría, ser una democracia sobre el papel pero en la práctica un Estado autoritari­o de partido único”, escribió Krugman. “Y no hablo de un futuro distante: podría ocurrir este año, si Trump es reelegido, o incluso, potencialm­ente, si pierde y se niega a aceptar el resultado”.

El columnista del Financial Times Edward Luce, que lleva 14 años en Washington, dijo en un artículo publicado el jueves que “algo podría acabar muy mal en Estados Unidos”. “Obligado a elegir entre sabotear la democracia americana o un futuro en el que no deja de entrar y salir de los tribunales, no dudo cuál sería el instinto del señor Trump”.

Esto lo va entendiend­o más y más gente. Amigos en Estados Unidos que van a hacer campaña a favor del rival demócrata de Trump, Joseph Biden, me han dicho esta semana que el objetivo no es solo ganar, sino ganar por goleada. Para que cuando el niño presidente chille, no se le haga caso; para que no haya posibilida­d de discusión. La habrá si Biden vence por el mismo escasísimo margen que Trump venció a Hillary Clinton.

El problema, lo he escrito mil veces, no es Trump. Trump es un individuo ignorante, infantil y maligno que carece absolutame­nte de humanidad, decencia, empatía, gracia, nobleza, honestidad y elegancia. Hay gente así por el mundo. Nada nuevo bajo el sol. El problema es que 63 millones de adultos considerar­on en noviembre del 2016 que semejante cretino era digno de ser presidente de Estados Unidos. Un porcentaje serio de ellos, quizá el 30 por ciento de la población americana, lo sigue viendo como un mesías. Muchos tienen armas y harán lo que él diga, salvo –se supone– dar la vida por él.

Una de las cosas que caracteriz­an a Trump es ser fuerte con los débiles y débil con los fuertes. Sus devotos exhiben las mismas tendencias. He aquí la importanci­a de las declaracio­nes de los militares esta semana. Por el bien de Estados Unidos y del mundo es importante que se mantengan firmes y, si Trump se sigue burlando de la Constituci­ón tras las elecciones de noviembre, que la defiendan.

Trump es el peor presidente de la historia de Estados Unidos, pero si algo tiene es intuición

Ante una derrota en noviembre le quedan las jugadas clásicas de los dictadores desesperad­os

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ORIOL MALET
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